Leyendo Don Quijote

La clá­sica ilus­tra­ción de Picasso.

Debo a la con­jun­ción de un es­pejo y un viejo ta­ller de sas­tre el des­cu­bri­miento de Don Qui­jote. No el de Pie­rre Me­nard, sino, fe­liz­mente, el es­crito por Mi­guel de Cer­van­tes. En­ton­ces yo to­da­vía no sa­bía leer, y gra­cias a que en el pue­blo no ha­bía te­le­vi­sión, una de mis for­mas fa­vo­ri­tas de en­tre­te­ni­miento era es­cu­char leer a mi abuelo. Él ha­bía sido sas­tre cuando jo­ven, y en su ve­jez, cuando su cargo de juez de pri­mera ins­tan­cia le de­jaba tiempo, se ha­bía con­ver­tido en un for­mi­da­ble lec­tor. Sen­tado en una banca de ma­dera, un codo apo­yado en la mesa de sas­tre, me leía con su voz grave, en los to­nos del cas­te­llano an­ti­guo que por en­ton­ces to­da­vía se ha­blaba en Ca­ja­marca. Desde mi si­lla, junto a su má­quina de es­cri­bir, yo po­día ver re­fle­ja­das en el es­pejo las pá­gi­nas del li­bro. Me pa­re­cía in­creí­ble que de esas lí­neas ne­gras sa­lie­ran aque­llas aven­tu­ras extraordinarias.

Mi abuelo mu­rió sin ter­mi­nar de leerme Don Qui­jote. Poco des­pués nos mu­da­mos a Lima, la gran ciu­dad que pa­re­cía aba­lan­zarse so­bre no­so­tros cada vez que sa­lía­mos a la ca­lle. Quizá para apla­car el trauma de la in­mi­gra­ción mi her­mano ma­yor me re­galó una bo­nita edi­ción de Don Qui­jote. Em­pas­tada en cuero, com­puesto en ti­po­gra­fía an­ti­gua, y con una cinta verde para mar­car la pá­gina, es el único li­bro — es más, el único ob­jeto— que con­servo desde mi in­fan­cia. En se­cun­da­ria lo leí otra vez. Era una lec­tura de com­pro­ba­ción con la que que­ría de­fen­derme de la vi­sión po­pu­lar, sim­plista y poco in­tere­sante del li­bro que yo ha­bía co­no­cido lleno de la­be­rin­tos, mis­te­rios e his­to­rias den­tro de his­to­rias. En efecto, el Don Qui­jote que cir­cula en el ima­gi­na­rio co­lec­tivo —re­du­cido a dos o tres es­ce­nas me­mo­ra­bles pero in­su­fi­cien­tes— muy bien lo po­dría ha­ber es­crito un mal alumno de Pie­rre Me­nard, por­que eli­mina todo lo que para mí hace de Don Qui­jote una suerte de Bi­blia literaria.

Edi­ción de Don Qui­jote de 1605

No me re­fiero a sus afo­ris­mos, ni a los dis­cur­sos del Ca­ba­llero An­dante, sino más bien a la es­truc­tura na­rra­tiva. Gra­cias a que so­bre sus hom­bros no pe­saba una larga tra­di­ción no­ve­lís­tica, Cer­van­tes se sin­tió com­ple­ta­mente li­bre de ex­pe­ri­men­tar con una forma que, en buena cuenta, iba in­ven­tando se­gún con­ve­nía. Los efec­tos que ahora se aso­cian a la li­te­ra­tura post­mo­derna —el es­cri­tor en el texto, la na­rra­ción que se pliega so­bre sí misma, la in­tru­sión de los per­so­na­jes de fic­ción en la reali­dad de la fic­ción, para nom­brar unos po­cos— ya es­tán en la obra de Cer­van­tes. Me atre­ve­ría a de­cir que son con­ta­das las in­no­va­cio­nes na­rra­ti­vas que no se pue­den ha­llar en las pá­gi­nas de Cer­van­tes. Esto, más que una mal­di­ción, re­sulta un ali­vio para un novelista.

Don Qui­jote me ha asis­tido mu­chas ve­ces en este largo, di­fí­cil, pero siem­pre fas­ci­nante pro­yecto de ser es­cri­tor. Cuando es­cri­bía Un beso de in­vierno, por ejem­plo, se me pre­sentó el pro­blema de la na­rra­ción em­be­bida. La na­rra­ción prin­ci­pal de la no­vela, en pri­mera per­sona, con­te­nía otra na­rra­ción, y ésta, a su vez, con­te­nía otra en pri­mera per­sona, y así su­ce­si­va­mente, como las ca­jas chi­nas a las que alude Var­gas Llosa. Bus­qué so­lu­cio­nes en­tre es­cri­to­res con­tem­po­rá­neos sin ha­llar una que me pa­re­ciera adap­ta­ble a mis fi­nes. Un día, mien­tras re­vi­saba li­bros en la bi­blio­teca de la uni­ver­si­dad, me topé con una edi­ción fac­si­mi­lar del qui­jote de 1605. Cual no se­ría mi sor­presa cuando noté que en­ton­ces los diá­lo­gos no se se­pa­ra­ban de la na­rra­ción con un guión largo, en pá­rrafo aparte, como se es­tila ahora. Se com­po­nían em­be­bi­dos den­tro de la na­rra­ción, y sin co­mi­llas que los di­fe­ren­cia­ran. Sin em­bargo, uno se acos­tum­bra pronto a di­cha con­ven­ción, y des­pués de unas pá­gi­nas ni si­quiera la nota. La so­lu­ción me pa­re­ció perfecta.

No sé cuán­tas ve­ces más leeré Don Qui­jote. Es­pero que sean mu­chas. De lo que sí es­toy se­guro es que cada vez que lo lea, me di­ver­tirá de una ma­nera di­fe­rente, me en­se­ñará más so­bre el ofi­cio de es­cri­bir y, so­bre todo, me ayu­dará a en­ten­der un po­quito más la her­mosa mal­di­ción de ser en el tiempo.

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Un comentario en “Leyendo Don Quijote”

  1. Ramiro Mac Donald 25 febrero 2010 at 10:11 am #

    Fas­ci­nante. Me topé en la WEB con tu blog…por esas ca­sua­li­da­des di­gi­ta­les de la vida.… gra­cias por com­par­tir tus «se­cre­tos» de es­cri­tor. Se­guí ade­lante con ese ma­nejo tan de­li­cioso de las ima­ge­nes… desde la tie­rra de los ma­yas, Gua­te­mala, un abrazo por la RED.


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