Desayuno en Tiffany’s
En Donde van a morir los elefantes de José Donoso, Gustavo Zuleta, un profesor universitario chileno que enseña en Estados Unicos, tiene una novia norteamericana cuya formación cultural —para ponerlo de una manera delicada— está basada en los medios visuales más que en los escritos. En una escena Zuleta le pregunta a Ruby, que así se llama la novia, si ha leído la Crítica de la razón pura. Ella, sin vacilar un instante, responde con total desparpajo: «No, pero he visto la película». El diálogo es por supuesto doblemente irónico. Sin embargo, me recordó que desde que Meliés adaptara De la tierra a la Luna de Julio Verne al cine, hay muchas novelas que nos han llegado primero por la pantalla grande. Para mí, éste es el caso de Breakfast at Tiffany’s de Truman Capote.
En la secundaria, gracias a mi privilegiado acceso a las bóvedas secretas de mi colegio, descubrí una traducción española. Leí algunas páginas, pero quizá porque entonces yo soñaba con París, y Nueva York era sólo una ciudad lejana donde vivía un tío aventurero, la novela no me atrapó. Unos años después, uno de los cine clubs limeños pasó la película con Audrey Hepburn y George Peppard. Hepburn (que me pareció hermosa, aunque lejos de la fascinación que entonces producía en mí la Ingrid Bergman de Casablanca) crea un hermoso personaje que justificadamente se ha convertido en uno de los íconos del cine del siglo 20. Desde entonces, no me ha resultado difícil reconocer las constantes alusiones a Breakfast at Tiffany’s que aparecen en obras de teatro, canciones, películas y novelas. ¿Cómo no sentir nostalgia por una Nueva York de los años 60 cuando alguien toca «Moon River»?
Cuando me mudé a Los Ángeles, uno de los alicientes para aprender inglés era justamente leer algunos de los libros que me habían fascinado en castellano, desde Tom Saywer hasta The Sound and the Fury. Cuando ya podía leer inglés, quizá por el año 93, descubrí Breakfast at Tiffany’s en una de las Barnes & Noble que entonces frecuentaba con la misma asidua insistencia con la que un alcohólico frecuenta un bar. La novela difiere de la película. En ésta, Paul Varjak es un aspirante a escritor cuya amante rica mantiene en un pequeño departamento de Nueva York. Este cambio crea una cierta simetría con Holly Golightly, cuya principal fuente de ingresos son sus visitas a Sing Sing y el dinero «para el taxi» que pide a quienes salen con ella. Este último cambio incomodó a Truman Capote, que argumentaba, aunque su novela no lo deja claro, que Holly Golightly era poco menos que una prostituta de lujo.
Hace un par de semanas, explorando la posibilidad de dictar un curso sobre la influencia muta entre cine y novela, volví a ver la película y a leer la novela. Es indudable que la película es una de las mejores actuaciones tanto de Hepburn como de Peppard, y que logra capturar un cierto pathos sobre la distancia que hay entre los sueños y la realidad. Sin embargo, la película resulta afeada por la mala elección de Mickey Rooney como un estereotipado japonés, y, mucho más grave todavía, por el «final feliz» en el que Paul y Holly se besan bajo la lluvia.
La novela, en menos de cien páginas, no sólo captura un Nueva York de los años 60, sino que también crea personajes más complicados, más humanos que los que aparecen en la película. El esposo de Holly, por ejemplo, le cuenta su historia a Paul en un acento sureño que sirve para construirlo como personaje, pero que también muestra una forma de ver el mundo en la que una adolescente de 15 años puede casarse con un hombre que tiene hijos de la misma edad. Pero quizá la diferencia más importante, y que hace del libro literatura, es aquel final en el que Holly abandona su gato antes de irse lejos, huyendo de la policía, para vivir un futuro incierto que quizá la lleva inclusive al África. Paul queda atrás, desorientado, todavía inseguro, sin sabe qué hacer con la extraña nostalgia que crea lo que pudo haber sido.