La pesadilla de Orwell

1984 de Michael Radford basada en la novela de Orwell

1984 de Mi­chael Rad­ford ba­sada en la no­vela de Orwell

Pa­re­ce­ría que Or­well ha con­ver­tido en un re­fe­rente pos­mo­derno al que se alude ge­ne­ral­mente para ha­cer­nos pen­sar que 1984 no fue como el 1984 que él ha­bía ima­gi­nado. Uno está ten­tado a creer que el si­nies­tro «gran her­mano» no es más que una pe­sa­di­lla li­te­ra­ria de otros tiem­pos. Es más, con­si­de­rando los úl­ti­mos even­tos —Wi­ki­Leaks, Anony­mous y las re­vo­lu­cio­nes via Fa­ce­book— da la im­pre­sión de que In­ter­net ha inau­gu­rado una nueva etapa en la li­ber­tad de la in­for­ma­ción, un paso más ha­cia la li­be­ra­ción hu­mana. De cara a esta evi­den­cia, re­sis­tirse a par­ti­ci­par ale­gre­mente en esta nueva re­vo­lu­ción puede pa­re­cer un acto lu­dita de quien no en­tiende que las re­des han lle­gado para quedarse.

Mi re­sis­ten­cia, sin em­bargo, parte de la sos­pe­cha de que no se trata tanto de una re­vo­lu­ción, como de una «gran mar­cha», se­gún el sen­tido acu­ñado por Kun­dera. De­jando de lado la con­fu­sión epis­te­mo­ló­gica que nos hace pen­sar que el ac­ceso a gran­des can­ti­da­des de in­for­ma­ción nos ga­ran­tiza el ac­ceso a la ver­dad, hay por lo me­nos un par de co­sas que me im­pi­den unirme de buena gana a la nueva re­vo­lu­ción virtual.

He sido un en­tu­siasta de las compu­tado­ras desde el tiempo que que su lo­gro má­ximo era re­sol­ver ecua­cio­nes di­fe­ren­cia­les, im­pri­miendo los re­sul­ta­dos en an­chas ho­jas de pa­pel, des­pués de al­ma­ce­nar sus da­tos en dis­po­si­ti­vos del ta­maño de una re­fri­ge­ra­dora. Desde en­ton­ces he se­guido con fas­ci­na­ción, mu­chas ve­ces con eu­fo­ria, cada nuevo avance. La apa­ri­ción de la Ti­mex 1000, por ejem­plo, que pro­me­tía con­den­sar en un dis­po­si­tivo del ta­maño de un li­bro un po­der que an­tes sólo es­taba re­ser­vado a las sa­las con aire acon­di­cio­nado de las gran­des cor­po­ra­cio­nes. Des­pués vino la Com­mo­dore 64, que ade­más de una ma­yor ve­lo­ci­dad de pro­ce­sa­miento, pro­me­tía co­lor, un sin­te­ti­za­dor de mú­sica y el es­pa­cio ili­mi­tado de 64 ki­loby­tes (no al­can­za­ría para al­ma­ce­nar la foto que acom­paña esta nota). Para en­ton­ces las compu­tado­ras per­so­na­les eran to­da­vía is­las electrónicas.

Pronto apa­re­ce­ría el modulador-demodulador, más co­no­cido como «mo­dem», y que, co­nec­tado a la lí­nea te­le­fó­nica, per­mi­tía que una compu­tadora se co­mu­ni­cara con otra, sin im­por­tar en qué parte del mundo es­tu­viera. Pa­re­cía un mi­la­gro que mi compu­tadora, desde Lima, in­ter­cam­biara in­for­ma­ción —chi­rri­dos que el mo­dem tra­du­cía a bits— con una compu­tadora en Nueva York. Cada avance pa­re­cía un paso más ha­cia la de­mo­cra­ti­za­ción ab­so­luta de la di­se­mi­na­ción de in­for­ma­ción, cosa que se con­firma du­rante los años 1990, con la aper­tura de Dar­pa­net, los pri­me­ros na­ve­ga­do­res y los pri­me­ros es­tán­da­res para la crea­ción de pá­gi­nas en la en­ton­ces lla­mada «world wide web». Cual­quier per­sona, si te­nía el em­peño su­fi­ciente, po­día crear y di­se­mi­nar in­for­ma­ción. Nunca an­tes en la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad ha­bía apa­re­cido un me­dio con un po­ten­cial de­mo­cra­ti­za­dor tan grande.

La «red glo­bal» per­mi­tía el in­ter­cam­bio de in­for­ma­ción en can­ti­da­des ja­más so­ña­das. La apa­ri­ción de esta nueva «fron­tera» pro­pi­ció una nueva fie­bre del oro. Mu­chas com­pa­ñías, em­pe­zando con las más gran­des em­pe­za­ron a bus­car for­mas de lu­crar con In­ter­net. La idea ini­cial de Yahoo de crear un di­rec­to­rio, cu­rado por ofi­cio­sos téc­ni­cos de la in­for­ma­ción, fue pronto su­pe­rada por los lla­ma­dos mo­to­res de bús­queda, que ob­via­ban la ne­ce­sa­ria in­ter­ven­ción hu­mana. Goo­gle se con­vir­tió en la es­ta­ción cen­tral de-facto para la in­for­ma­ción que cir­cu­laba en la red glo­bal. De la misma ma­nera, el co­rreo elec­tró­nico, que al prin­ci­pio sólo es­taba dis­po­ni­ble a tra­vés de cier­tas ins­ti­tu­cio­nes, se ma­si­fica con la in­tro­duc­ción de ser­vi­cios gra­tui­tos como Yahoo y Gmail. Fi­nal­mente, de ma­nera casi ac­ci­den­tal, un es­tu­diante de Har­vard lanza un sis­tema de re­des so­cia­les vir­tua­les que no sólo lo con­ver­ti­rían en mi­llo­na­rio, sino que tam­bién inau­gu­ran una forma nueva de es­ta­ble­cer y man­te­ner con­tacto con per­so­nas de todo el mundo.

Todo esto da la im­pre­sión, como se­ña­laba al prin­ci­pio, que por fin se está lle­gando a una era de de­mo­cra­ti­za­ción ab­so­luta de la in­for­ma­ción. De he­cho, cuando al­guna ins­ti­tu­ción quiere pa­sarse de la raya (em­pe­zando por la Church of Scien­to­logy), te­ne­mos los son­rien­tes Anony­mous para po­ner el dedo en la llaga re­ve­lando sus se­cre­tos más ver­gon­zo­sos. De al­guna ma­nera, tanto Anony­mous como quie­nes ad­mi­nis­tran Wi­ki­Leaks, en­car­nan la fi­gura ro­mán­tica del ha­cker bueno con­tra el mundo de los ma­los. Sin em­bargo, de­trás de toda esta apa­rente li­ber­tad, de­bajo de la su­per­fi­cie de pan­ta­llas con ani­ma­cio­nes Flash, ico­nos ado­ra­bles, lo­go­ti­pos que pro­me­ten com­par­tir nues­tras ideas, de­seos y sue­ños con cien­tos de ami­ga­bles ex­tra­ños, se es­conde la peor pe­sa­di­lla de Orwell.

El he­cho de que to­das es­tas com­pa­ñías (Goo­gle, Yahoo, Fa­ce­book) sean pro­duc­tos del ca­pi­ta­lismo pa­rece preo­cu­par a po­cos, ya que la ma­yo­ría ve más be­ne­fi­cios que des­ven­ta­jas. Me atrevo a su­ge­rir que la reali­dad es di­fe­rente. Para em­pe­zar, si el bien más im­por­tante de esta época es in­for­ma­ción, re­sulta ló­gico su­po­ner que las com­pa­ñías arriba se­ña­la­das ob­ten­gan sus in­gre­sos co­mer­cia­li­zando este bien. La pre­gunta es, por su­puesto, ¿de dónde sale la in­for­ma­ción cuya venta les ge­nera mi­llo­nes? Su­giero que los gran­des asen­ta­mien­tos mi­ne­ros del si­glo vein­tiuno son sus ser­vi­cios «gra­tui­tos». Solo hay que pen­sar la can­ti­dad y la ca­li­dad de in­for­ma­ción que Fa­ce­book debe ven­der para ha­ber he­cho mi­llo­na­rio a su fun­da­dor en tan poco tiempo, in­for­ma­ción que to­dos los sus­cri­tos a Fa­ce­book ofre­cen de ma­nera vo­lun­ta­ria, in­clu­sive entusiasta.

Se asume que mu­cha de esta in­for­ma­ción se co­mer­cia de ma­nera anó­nima, es­ta­dís­tica, pero no hay que ol­vi­dar ésta viene de fuen­tes con­cre­tas, per­so­na­les. Este texto, por ejem­plo, an­tes de ser leído por unos po­cos lec­to­res hu­ma­nos, ya ha sido co­piado a un ser­vi­dor le­jano, donde ha sido cla­si­fi­cado, des­me­nu­zado, re­or­ga­ni­zado, com­pri­mido, hasta ha­cerlo pro­du­cir algo útil, ven­di­ble, para los nue­vos co­mer­cian­tes del si­glo vein­tiuno. Ocu­rre algo se­me­jante con cada men­saje de co­rreo elec­tró­nico que pasa por sus ser­vi­cios gra­tui­tos (Gmail al­ma­cena los men­sa­jes de sus usua­rios en cin­tas mag­né­ti­cas). Por si esto fuera poco, al­gu­nas com­pa­ñías como Fa­ce­book ofre­cen el ser­vi­cio «gra­tuito» de al­ma­ce­nar imá­ge­nes, que tam­bién son so­me­ti­das a un pro­ceso de ex­trac­ción de in­for­ma­ción semejante.

Nunca an­tes en la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad una em­presa pri­vada a te­nido tanto ac­ceso a la in­for­ma­ción per­so­nal de tan­tas per­so­nas. Nunca an­tes un ma­nojo de per­so­nas ha te­nido ac­ceso ili­mi­tado a nues­tros sue­ños, pla­nes y as­pi­ra­cio­nes más pro­fun­das. Cada vez que uno es­cribe «te quiero» en un co­rreo elec­tró­nico, la frase ha sido pro­ce­sada, eva­luada, cla­si­fi­cada, en cien­tos de ma­ne­ras di­fe­ren­tes, an­tes que lle­gue a su des­tino. Lo ex­tra­or­di­na­rio es que a na­die le preo­cupe que com­pa­ñías como Fa­ce­book hay des­vir­tuado el sig­ni­fi­cado de pa­la­bras fun­da­men­ta­les como amis­tad y privacidad.

¿Cuál se­ría la reac­ción de la ma­yo­ría de usua­rios si la com­pa­ñía te­le­fó­nica les diera la op­ción de te­ner un te­lé­fono gra­tuito con la con­di­ción de que los de­ja­ran es­cu­char sus con­ver­sa­cio­nes ade­más de de­jar­los en­trar a sus ca­sas cada vez que ellos qui­sie­ran? Es, en buena cuenta, lo que ha­cen los ser­vi­cios gra­tui­tos de co­rreo elec­tró­nico, ya que no so­la­mente leen to­dos los men­sa­jes que pa­san por sus ma­nos, sino que tam­bién pi­den ac­ceso a las compu­tado­ras de sus usua­rios, de donde «ex­traen» in­for­ma­ción que les re­sulte útil.

Quie­nes vie­ron ho­rro­ri­za­dos en la pe­lí­cula Ma­trix cómo los se­res hu­ma­nos ha­bían sido re­du­ci­dos a en­tes bio­ló­gi­cos cuyo ob­jeto era pro­du­cir ener­gía para las má­qui­nas quizá sa­lían del cine ali­via­dos por­que sólo se tra­taba de cien­cia fic­ción. Esa misma no­che, no po­cos se sen­ta­ban frente a sus compu­tado­ras para co­nec­tarse a una red que los usa, no como se­res hu­ma­nos in­di­vi­dua­les, sino como pro­duc­to­res de in­for­ma­ción cu­yos es­fuer­zos son aqui­la­ta­dos por un ser­vi­dor le­jano, una má­quina. En otras pa­la­bras, ya es­ta­mos en la ma­trix; la única pre­gunta es: ¿quién se atreve a to­mar la píl­dora roja?

Como se­ñalé al prin­ci­pio, no me anima una afán lu­dita. Creo que la tec­no­lo­gía, en es­pe­cial la compu­tadora, es uno de los in­ven­tos que pue­den li­be­rar la ima­gi­na­ción del ser hu­mano. Es más, una red pú­blica como In­ter­net es una de las gran­des con­tri­bu­cio­nes de la tec­no­lo­gía. Pero dudo que las com­pa­ñías con fi­nes de lu­cro es­tén en la me­jor po­si­ción de guiar­nos en esta nueva re­vo­lu­ción. Dar­pa­net, por ejem­plo, no la fundó un es­tu­diante de Har­vard que se hizo mul­ti­mi­llo­na­rio en po­cos años. Las compu­tado­ras por­tá­ti­les no ba­ja­ron a los pre­cios de hoy gra­cias a la alianza de Bill Ga­tes con com­pa­ñías fa­bri­can­tes de chips. Dar­pa­net fue una ini­cia­tiva fun­dada por el go­bierno de los Es­ta­dos Uni­dos. La baja de pre­cio de las compu­tado­ras por­tá­ti­les se debe a la ini­cia­tiva, sin fi­nes de lu­cro, de Ni­cho­las Ne­gro­ponte (quien, a pro­pó­sito, fue cri­ti­cado por Microsoft).

Hay mu­chos otros ejem­plos se­me­jan­tes. La­men­ta­ble­mente hay po­cos ejem­plos en los cua­les los in­tere­ses eco­nó­mi­cos de un ma­nojo de per­so­nas haya te­nido efec­tos po­si­ti­vos para la ma­yo­ría. Lo que ne­ce­si­ta­mos ahora es una ver­da­dera re­vo­lu­ción, pero no una em­pu­jada por el afán de lu­cro —la en­tro­ni­za­ción de un gran her­mano que quiere re­du­cir­nos a fuen­tes de in­for­ma­ción, en­tes bio­ló­gi­cos que les per­mi­tan ga­nar di­nero— sino una re­vo­lu­ción in­for­má­tica hu­ma­nista, que res­pete nues­tra vida pri­vada, nues­tro de­re­cho a de­ci­dir quié­nes debe en­te­rarse de nues­tros sue­ños, as­pi­ra­cio­nes y de­seos. De otra ma­nera, se­gui­re­mos ali­men­tado la ma­triz, que a di­fe­ren­cia del sis­tema to­ta­li­ta­rio ima­gi­nado por Or­well, es to­tal­mente in­vi­si­ble, y, para colmo, nos hace sen­tir bien de po­der ser parte de ella.

4 Comentarios en “La pesadilla de Orwell”

  1. Jimmy Araujo 23 marzo 2011 at 9:26 am #

    In­tere­sante perspectiva.…en lo que res­pecta a «Fa­ce­book des­vir­tuando la amis­tad y la pri­va­ci­dad», me gus­ta­ria leer un poco mas de elaboracion…si bien «al­guien» esta es­cu­chando lo que trans­cu­rre en es­tas pa­gi­nas so­cia­les ( el go­bierno? com­pa­nia de mer­ca­do­tec­nia? etc)„,la li­ber­tad de ex­pre­sion no es res­trin­gida ni abu­sada y por lo tanto al fi­nal del dia cum­ple con su funcion.…creo que hay mas po­si­ti­vos que negativos…tal vez yo sea can­dido en este sentido..

  2. LuchinG 24 marzo 2011 at 9:21 am #

    El pro­blema para darse cuenta es que no se siente esa in­tro­mi­sión. Una vez es­cu­ché que en Pe­kín los enamo­ra­dos, a falta de un lu­gar pri­vado, se es­con­den en­tre gran­des gru­pos de per­so­nas. Lo mismo pasa acá: a me­nos que Zu­cker­berg nos llame a cada uno de no­so­tros para su­ge­rir­nos una chompa que vaya con los pan­ta­lo­nes de la foto del otro día, no nos va a im­por­tar que tenga ac­ceso ilimitado.

  3. Josie 24 marzo 2011 at 8:53 pm #

    ¡Cave nam­que rota ro­tunda!
    Coincido.Este es­pejo de do­ble cuerpo que nos pre­sen­ta­ron para al­ber­garlo en nues­tras in­ti­mi­da­des. En al­gún mo­mento, será re­ga­lado al me­jor postor.

  4. Josie 24 marzo 2011 at 11:34 pm #

    ¡Cave, nam­que rota ro­tunda!
    Coincido.Este es­pejo de do­ble cuerpo que nos pre­sen­ta­ron para al­ber­garlo en nues­tras in­ti­mi­da­des. En al­gún mo­mento, será re­ga­lado al me­jor postor.


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