La pesadilla de Orwell
Parecería que Orwell ha convertido en un referente posmoderno al que se alude generalmente para hacernos pensar que 1984 no fue como el 1984 que él había imaginado. Uno está tentado a creer que el siniestro «gran hermano» no es más que una pesadilla literaria de otros tiempos. Es más, considerando los últimos eventos —WikiLeaks, Anonymous y las revoluciones via Facebook— da la impresión de que Internet ha inaugurado una nueva etapa en la libertad de la información, un paso más hacia la liberación humana. De cara a esta evidencia, resistirse a participar alegremente en esta nueva revolución puede parecer un acto ludita de quien no entiende que las redes han llegado para quedarse.
Mi resistencia, sin embargo, parte de la sospecha de que no se trata tanto de una revolución, como de una «gran marcha», según el sentido acuñado por Kundera. Dejando de lado la confusión epistemológica que nos hace pensar que el acceso a grandes cantidades de información nos garantiza el acceso a la verdad, hay por lo menos un par de cosas que me impiden unirme de buena gana a la nueva revolución virtual.
He sido un entusiasta de las computadoras desde el tiempo que que su logro máximo era resolver ecuaciones diferenciales, imprimiendo los resultados en anchas hojas de papel, después de almacenar sus datos en dispositivos del tamaño de una refrigeradora. Desde entonces he seguido con fascinación, muchas veces con euforia, cada nuevo avance. La aparición de la Timex 1000, por ejemplo, que prometía condensar en un dispositivo del tamaño de un libro un poder que antes sólo estaba reservado a las salas con aire acondicionado de las grandes corporaciones. Después vino la Commodore 64, que además de una mayor velocidad de procesamiento, prometía color, un sintetizador de música y el espacio ilimitado de 64 kilobytes (no alcanzaría para almacenar la foto que acompaña esta nota). Para entonces las computadoras personales eran todavía islas electrónicas.
Pronto aparecería el modulador-demodulador, más conocido como «modem», y que, conectado a la línea telefónica, permitía que una computadora se comunicara con otra, sin importar en qué parte del mundo estuviera. Parecía un milagro que mi computadora, desde Lima, intercambiara información —chirridos que el modem traducía a bits— con una computadora en Nueva York. Cada avance parecía un paso más hacia la democratización absoluta de la diseminación de información, cosa que se confirma durante los años 1990, con la apertura de Darpanet, los primeros navegadores y los primeros estándares para la creación de páginas en la entonces llamada «world wide web». Cualquier persona, si tenía el empeño suficiente, podía crear y diseminar información. Nunca antes en la historia de la humanidad había aparecido un medio con un potencial democratizador tan grande.
La «red global» permitía el intercambio de información en cantidades jamás soñadas. La aparición de esta nueva «frontera» propició una nueva fiebre del oro. Muchas compañías, empezando con las más grandes empezaron a buscar formas de lucrar con Internet. La idea inicial de Yahoo de crear un directorio, curado por oficiosos técnicos de la información, fue pronto superada por los llamados motores de búsqueda, que obviaban la necesaria intervención humana. Google se convirtió en la estación central de-facto para la información que circulaba en la red global. De la misma manera, el correo electrónico, que al principio sólo estaba disponible a través de ciertas instituciones, se masifica con la introducción de servicios gratuitos como Yahoo y Gmail. Finalmente, de manera casi accidental, un estudiante de Harvard lanza un sistema de redes sociales virtuales que no sólo lo convertirían en millonario, sino que también inauguran una forma nueva de establecer y mantener contacto con personas de todo el mundo.
Todo esto da la impresión, como señalaba al principio, que por fin se está llegando a una era de democratización absoluta de la información. De hecho, cuando alguna institución quiere pasarse de la raya (empezando por la Church of Scientology), tenemos los sonrientes Anonymous para poner el dedo en la llaga revelando sus secretos más vergonzosos. De alguna manera, tanto Anonymous como quienes administran WikiLeaks, encarnan la figura romántica del hacker bueno contra el mundo de los malos. Sin embargo, detrás de toda esta aparente libertad, debajo de la superficie de pantallas con animaciones Flash, iconos adorables, logotipos que prometen compartir nuestras ideas, deseos y sueños con cientos de amigables extraños, se esconde la peor pesadilla de Orwell.
El hecho de que todas estas compañías (Google, Yahoo, Facebook) sean productos del capitalismo parece preocupar a pocos, ya que la mayoría ve más beneficios que desventajas. Me atrevo a sugerir que la realidad es diferente. Para empezar, si el bien más importante de esta época es información, resulta lógico suponer que las compañías arriba señaladas obtengan sus ingresos comercializando este bien. La pregunta es, por supuesto, ¿de dónde sale la información cuya venta les genera millones? Sugiero que los grandes asentamientos mineros del siglo veintiuno son sus servicios «gratuitos». Solo hay que pensar la cantidad y la calidad de información que Facebook debe vender para haber hecho millonario a su fundador en tan poco tiempo, información que todos los suscritos a Facebook ofrecen de manera voluntaria, inclusive entusiasta.
Se asume que mucha de esta información se comercia de manera anónima, estadística, pero no hay que olvidar ésta viene de fuentes concretas, personales. Este texto, por ejemplo, antes de ser leído por unos pocos lectores humanos, ya ha sido copiado a un servidor lejano, donde ha sido clasificado, desmenuzado, reorganizado, comprimido, hasta hacerlo producir algo útil, vendible, para los nuevos comerciantes del siglo veintiuno. Ocurre algo semejante con cada mensaje de correo electrónico que pasa por sus servicios gratuitos (Gmail almacena los mensajes de sus usuarios en cintas magnéticas). Por si esto fuera poco, algunas compañías como Facebook ofrecen el servicio «gratuito» de almacenar imágenes, que también son sometidas a un proceso de extracción de información semejante.
Nunca antes en la historia de la humanidad una empresa privada a tenido tanto acceso a la información personal de tantas personas. Nunca antes un manojo de personas ha tenido acceso ilimitado a nuestros sueños, planes y aspiraciones más profundas. Cada vez que uno escribe «te quiero» en un correo electrónico, la frase ha sido procesada, evaluada, clasificada, en cientos de maneras diferentes, antes que llegue a su destino. Lo extraordinario es que a nadie le preocupe que compañías como Facebook hay desvirtuado el significado de palabras fundamentales como amistad y privacidad.
¿Cuál sería la reacción de la mayoría de usuarios si la compañía telefónica les diera la opción de tener un teléfono gratuito con la condición de que los dejaran escuchar sus conversaciones además de dejarlos entrar a sus casas cada vez que ellos quisieran? Es, en buena cuenta, lo que hacen los servicios gratuitos de correo electrónico, ya que no solamente leen todos los mensajes que pasan por sus manos, sino que también piden acceso a las computadoras de sus usuarios, de donde «extraen» información que les resulte útil.
Quienes vieron horrorizados en la película Matrix cómo los seres humanos habían sido reducidos a entes biológicos cuyo objeto era producir energía para las máquinas quizá salían del cine aliviados porque sólo se trataba de ciencia ficción. Esa misma noche, no pocos se sentaban frente a sus computadoras para conectarse a una red que los usa, no como seres humanos individuales, sino como productores de información cuyos esfuerzos son aquilatados por un servidor lejano, una máquina. En otras palabras, ya estamos en la matrix; la única pregunta es: ¿quién se atreve a tomar la píldora roja?
Como señalé al principio, no me anima una afán ludita. Creo que la tecnología, en especial la computadora, es uno de los inventos que pueden liberar la imaginación del ser humano. Es más, una red pública como Internet es una de las grandes contribuciones de la tecnología. Pero dudo que las compañías con fines de lucro estén en la mejor posición de guiarnos en esta nueva revolución. Darpanet, por ejemplo, no la fundó un estudiante de Harvard que se hizo multimillonario en pocos años. Las computadoras portátiles no bajaron a los precios de hoy gracias a la alianza de Bill Gates con compañías fabricantes de chips. Darpanet fue una iniciativa fundada por el gobierno de los Estados Unidos. La baja de precio de las computadoras portátiles se debe a la iniciativa, sin fines de lucro, de Nicholas Negroponte (quien, a propósito, fue criticado por Microsoft).
Hay muchos otros ejemplos semejantes. Lamentablemente hay pocos ejemplos en los cuales los intereses económicos de un manojo de personas haya tenido efectos positivos para la mayoría. Lo que necesitamos ahora es una verdadera revolución, pero no una empujada por el afán de lucro —la entronización de un gran hermano que quiere reducirnos a fuentes de información, entes biológicos que les permitan ganar dinero— sino una revolución informática humanista, que respete nuestra vida privada, nuestro derecho a decidir quiénes debe enterarse de nuestros sueños, aspiraciones y deseos. De otra manera, seguiremos alimentado la matriz, que a diferencia del sistema totalitario imaginado por Orwell, es totalmente invisible, y, para colmo, nos hace sentir bien de poder ser parte de ella.
4 Comentarios en “La pesadilla de Orwell”
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Interesante perspectiva.…en lo que respecta a «Facebook desvirtuando la amistad y la privacidad», me gustaria leer un poco mas de elaboracion…si bien «alguien» esta escuchando lo que transcurre en estas paginas sociales ( el gobierno? compania de mercadotecnia? etc)„,la libertad de expresion no es restringida ni abusada y por lo tanto al final del dia cumple con su funcion.…creo que hay mas positivos que negativos…tal vez yo sea candido en este sentido..
El problema para darse cuenta es que no se siente esa intromisión. Una vez escuché que en Pekín los enamorados, a falta de un lugar privado, se esconden entre grandes grupos de personas. Lo mismo pasa acá: a menos que Zuckerberg nos llame a cada uno de nosotros para sugerirnos una chompa que vaya con los pantalones de la foto del otro día, no nos va a importar que tenga acceso ilimitado.
¡Cave namque rota rotunda!
Coincido.Este espejo de doble cuerpo que nos presentaron para albergarlo en nuestras intimidades. En algún momento, será regalado al mejor postor.
¡Cave, namque rota rotunda!
Coincido.Este espejo de doble cuerpo que nos presentaron para albergarlo en nuestras intimidades. En algún momento, será regalado al mejor postor.