Decir o mostrar, he ahí el dilema
No es raro encontrar consejos sobre la práctica de la escritura formulados de tal manera que parecen reglas científicas que uno debería seguir a riesgo de desencadenar una reacción termonuclear en el texto. Esto puede sonar a hipérbole, pero es el caso del consejo tan común en el mundo anglosajón, «no decir, mostrar», que ahora empieza a aparecer también en los flamantes talleres hispanoamericanos. No es que el consejo esté siempre mal sino que dudo que esté siempre bien.
Los consejos sobre la escritura son tan antiguos como la escritura misma. Sin embargo, es posible que éste haya aparecido como parte de la práctica realista del siglo diecinueve. Recordemos, por ejemplo, el famoso pasaje en Madame Bovary, Capítulo 3, Primera Parte, cuando el narrador crea toda una atmósfera con la descripción selectiva, minuciosa de la habitación donde está Emma:
«Por las ranuras de la ventana el sol lanzaba sobre el piso delgados rayos de luz que se fracturaban en las esquinas de los muebles y temblaban en el techo. Las moscas, sobre la mesa, trepaban hasta el borde de los vasos sucios, y zumbaban antes de ahogarse en los restos de sidra del fondo.»
Sin explicar nada, cosa que era común entre sus contemporáneos, Flaubert crea un ambiente, poniendo en práctica su idea de que los detalles bien elegidos son cruciales al momento de narrar: La palabra precisa al servicio del detalle revelador. Uno también podría decir que quizá el énfasis en «mostrar» tiene que ver con el hecho de que ahora, gracias a la tecnología, hemos vuelto al modo de comunicación anterior a Gutenberg: la comunicación visual y auditiva por excelencia. ¿Será un consejo tan ineludible?
Tengo la impresión de que el énfasis no es sino una de las manifestaciones de un conflicto mucho más antiguo, con raíces filosóficas, y que tiene que ver con la forma en que creemos entender el mundo. Por un lado, la noción aristotélica de que, debido a que al nacer nuestra mente es una «tabla rasa», adquirimos conocimiento del mundo por medio de nuestros sentidos (Aristóteles también enfatiza lo particular con tanto empeño que casi se podría decir que suscribiría «el detalle revelador» de Flaubert). La otra noción es la cartesiana que afirma que no podemos confiar completamente en nuestros sentidos, debido a que de vez en cuando nos engañan, por lo que el único conocimiento sólido depende de nuestra razón (en Meditaciones, por ejemplo, inclusive la imaginación está por debajo de la «intelección pura»).
Estas dos posturas que, simplificándolas de manera abusiva, podríamos llamar la postura del cuerpo (o los sentidos) y la de la mente (o la razón), parecen estar detrás de estas dos filosofías de cómo narrar. Recordemos que no es un accidente que la disputa entre empiristas y racionalistas, que ha continuado en diversas guisas durante siglos, también acompaña la aparición de las formas narrativas actuales.
De modo que el «mostrar» apela a nuestra experiencia habitual de aprender sobre el mundo por medio de nuestros sentidos. Mientras que «decir» apela a nuestra razón. Para poner un ejemplo concreto —de acuerdo a los lineamientos que escriben sobre el tema— si uno escribe: «Era un hombre cruel», está apelando a la razón del lector. Mientras que si escribe: «Cuando salió de su casa, un cachorro olisqueaba su maceta. Miró a ambos lados, y, comprobando que no había nadie, le propinó una patada que lo hizo volar por los aires», está apelando a las otras facultades del lector.
Sin embargo, tengo la impresión de que aquello de «no decir, mostrar» es una falsa dicotomía. Hay demasiadas gradaciones como para que sea una ley narrativa. El ejemplo anterior se podría haber escrito: «Era un hombre tan cruel que era capaz de patear a un cachorro que se le cruzara en el camino». Lo que realmente importa es que no está en juego el modo en que se presenta la narración sino el impacto que ésta tiene en el lector. En otras palabras, no depende de la técnica narrativa, sino el nivel retórico del texto.
En la retórica clásica —delineada por Aristóteles— un texto trata de persuadirnos de tres maneras diferentes: apelando a nuestros valores (ethos), apelando a nuestra razón (logos) y apelando a nuestros sentimientos (pathos). La efectividad de una narración dependerá de cuál de estas estrategias es la principal, y en qué medida el decir o el mostrar están a su servicio para persuadirnos.
Milán Kundera, en su Arte de la novela, explica que no le interesa describir cómo son sus personajes, ya que confía en que la imaginación del lector complete al personaje. Esta reticencia por la descripción también llega a la construcción de los mismos. En La insoportable levedad del ser, Capítulo 1, Segunda Parte, por ejemplo, Kundera escribe:
«Sería estúpido que el autor tratase de convencer al lector de que sus personajes están realmente vivos. No nacieron del cuerpo de sus madres, sino de una o dos frases sugerentes o de una situación básica. Tomás nació de la frase «einmal ist keinmal». Teresa nació de una barriga que hacía ruido.»
No hay duda que Kundera no está muy interesado en mostrarnos cómo son sus personajes. Pero su estrategia no es sólo apelar a la razón («sería estúpido»), sino también a nuestros sentimientos («una barriga que hacía ruido»), e inclusive, se podría decir que también nuestros valores (la frase que origina a Tomás). Esta concisión también se lleva al nivel de la exploración de las motivaciones de los personajes. En lugar de «mostrarnos» un episodio de la vida de éstos que nos permita entender por qué son como son, Kundera escribe un «Pequeño diccionario de palabras incomprendidas». El impacto que dejan personajes de Kundera no resulta disminuido ni mucho menos.
No estoy sugiriendo, por supuesto, que la forma de narrar de Flaubert (mostrar) haya sido reemplazada por la forma de narrar de Kundera (decir). Como señalé en la entrada anterior, para mí la novela no es una suerte de ciencia cuyos avances reemplazan las prácticas anteriores, sino más bien un extenso territorio cuyos accidentes seguimos explorando. Es cierto que el énfasis en los sentidos sigue siendo fuerte en la narrativa contemporánea. La mayoría de escritores, como diría Joseph Conrad, todavía quieren «lograr mediante el poder de la palabra escrita» que sus lectores «oigan, sientan», sobre todo que «vean» la narración.
Sin embargo, me atrevo a sugerir que el consejo de «no decir, mostrar», con su falsa dicotomía, más que orientar distrae al escritor que empieza. Lo que importa de verdad es la forma en que una narración nos persuade, y esto depende más de la trinidad de la retórica clásica que en el uso de una de las dos formas narrativas. Porque una historia resulta memorable, no sólo si nos deja una fuerte impresión en los sentidos, o las emociones, sino también si nos hace sentir, aunque sea por unos instante, aquella ambigüedad que es parte de la experiencia humana pero que casi todas las instituciones humanas —incluyendo la literaria— nos quieren hacer olvidar.
6 Comentarios en “Decir o mostrar, he ahí el dilema”
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Siempre dije que La insoportable… me recordaba a «El tema del traidor y del héroe» porque en ambos casos el autor no se hace problemas en mostrar los hilos de titiritero. Pero ¿hay un ejemplo en el que mostrar la tramoya y seguir vivito y coleando no dependa de la densidad de lo que se cuenta? No se me otra forma en que lo contrario a «mostrar, no decir» pueda funcionar.
José, siempre es interesante leerte, tanto por lo que dices como por lo que muestras a propósito de este buen artículo.
Sabes que soy una joven escritora y una vieja lectora, sin embargo creo que un escrito debe decir y mostrar; porque toda la experiencia humana está hecha de razón, emoción y valores
(aceptados, impuestos, transgredidos, cumplidos) y un escrito debe incluirlos, porque somos un todo hecho de esas partes.
Asi en mostrar se anclaría el inconsciente del escritor y el del aparente pasivo lector. Entonces lo que escribimos puede suscitar una revuelta intima y aún mucho más.
Que dice Highsmith, en sus cuentos misóginos, que «decir» no sólo funciona si se trata de un minusioso análisis de la realidad narrada (La insoportable) o el acertado desarrollo de lo que parece una de esas notas de Hawthorne (El tema del traidor y el heroe); también funciona si logra exponerse detallada y cínicamente muchas de las formas que puede tomar la estupidez y maldad. Higsmith también manda saludos.
Pero sigue siendo la acumulación de detalles en lo narrado lo que permite que se haga un cuento así. ¿Sería posible hacer un cuento «dicho» a lo Carver o a lo Hemingway?
No hay absolutos. Escribir sería fácil si los hubiera. Pienso que lo importante no es sólo mostrar o sólo decir; es cómo se dice y cómo se muestra y por qué se escoge cada alternativa para narrar.
Cierto, Baronesa. Pero trabajar libremente es cosa de genios, a mí sólo me queda encontrar modelos y tratar de usarlos lo mejor posible.