¿De qué hablamos cuando hablamos de la «novela tradicional»?
Si me dieran un kilómetro por cada vez que la expresión «novela tradicional» —o sus derivados— se me ha cruzado en el camino, quizá ya tendría suficientes para cruzar el Atlántico de ida y vuelta. Me gustaría que fuera una exageración, pero lamentablemente aparece cada vez que se discute una novela que, a juicio del crítico, inaugura una nueva forma de escribir novelas. Me atrevo a sugerir que el uso de la expresión revela más sobre quien la usa que sobre la historia de la novela.
Por un lado revela cierta ansiedad por marcar una línea divisoria, una «frontera», entre la novela en cuestión y lo que sería una escrita de acuerdo a rígidos cánones, producida en serie y sin mayor imaginación; en otras palabras, la «novela tradicional». El acto mismo de demarcación revela que a lo mejor esa divisoria no es tan obvia ni tan clara, de modo que hace falta señalarla en mucho énfasis.
No estoy sugiriendo que desde los tiempos del venerable Gutenberg no exista una industria editorial que cómo todas prefiere producir aquello que parece tener mejores posibilidades de venta; así como el hecho de que también desde entonces ha habido editores que publican una novela aunque sepan que no venderán suficientes como para justificarlo. Sin embargo, para que una novela exista, depende de un complejo entramado de prácticas sin las cuales no sería posible. Sus relaciones con las demás novelas son tan complejas que no basta el bisturí de un crítico para señalarlas. En otras palabras —parafraseando a Derrida— si apareciera una novela verdaderamente nueva, que no le debiera nada a las novelas anteriores, no sería reconocible como tal, y, por lo tanto, ya no sería novela.
También está el hecho de que quienes usan la expresión «novela tradicional» parecen suscribir la idea de que el arte en general, y la novela en particular, están sujetos a un desarrollo lineal, como las ciencias. En la física, por ejemplo, queda claro que Galileo es desplazado por Newton y que éste es desplazado por Einstein (sería posible desmenuzar esta genealogía; así como es innegable que para algunas aplicaciones basta Newton y sería una necedad usar Einstein; pero dejemos el ejemplo donde está). Inspirados en tal desarrollo, quienes usan la expresión «novela tradicional» lo hacen casi siempre en un contexto que implica que es una forma de escribir ya superada, y que la novela en cuestión sería, en cierta medida, su ejecutora y reemplazo. Hay muchos candidatos para cumplir dicha misión, desde Joyce (que no ejecutó a nadie) hasta Robe-Grillet (cuyo logro máximo fue el escribir novelas tan aburridas que no reemplazaron nada), desde Sartre (que fue mejor filósofo que novelista) hasta Vargas Llosa (cuya novelística parecen rebelarse contra esta concepción lineal).
El abuso de la expresión «novela tradicional» podría entenderse en alguien que ha crecido en una tradición literaria donde no figura Don Quijote. ¿Qué es la novela de Cervantes si no una suerte de DNA que ya codifica casi todas las formas posibles de novelar? En Don Quijote hay soliloquios, escenas, narración directa, indirecta, diálogos, saltos de tiempo, cuentos tradicionales, intertextualidad, guiños metanarrativos, cuestionamiento del papel del escritor, también del rol del lector, así como otros recursos que anticipan las revoluciones literarias del futuro. Es cierto que hay algunas técnicas, como el discurso indirecto libre, o la narración focalizada, que no aparecen en Cervantes, pero éstas, como casi todas las otras técnicas desarrolladas desde entonces, se integran tan bien al territorio de la novela que más que invenciones parecen descubrimientos.
¿Es Don Quijote una novela tradicional? Uno se podría preguntar lo mismo sobre, Robinson Crusoe, Tristram Shandy, Madame Bovary, La Guerra y la Paz, o Ulises, para nombrar algunas novelas que en épocas diferentes parecen rebelarse a una forma canónica de escribir novelas. Escribo «parecen» porque sospecho que sería tan difícil crear una verdadera línea demarcatoria dentro del vasto territorio de la novela así como resulta imposible escribir una novela radicalmente nueva.
¿Estoy proponiendo que no hay ciertas obras —como el Ulises que menciono arriba— que crean una ruptura con una forma de novelar? Sería, por supuesto, inexacto afirmar que el Ulises es una novela como cualquier otra. Pero me atrevo a afirmar que su singularidad no es una ruptura, ni es el siguiente paso del desarrollo lineal de la novela, sino una manifestación de las posibilidades ya implícitas en el género: desde que Cervantes escribiera Don Quijote, la novela se presenta como un vasto «campo de posibilidades», en permanente expansión, del cual cada novela en particular es un epifenómeno. El hecho de que en un punto determinado de este «campo de posibilidades» florezca una novela revelándonos algo que no habíamos visto antes, no significa que el resto del campo queda invalidado, suprimido u obsoleto.
Si existiera una «novela tradicional», ¿cómo se explicaría que en un mismo año puedan florecer novelas de facturas tan diversas? Tomemos, por ejemplo La casa verde, calificada como una «ruptura» con la forma tradicional de la novela. Un año después de su publicación, aparece El maestro y Margarita de Mijail Bulgakov (ni una pizca de semejanza con la novela de nuestro Nobel), Omensetter’s Luck de William H. Gass (que David Foster Wallace llamó la menos vanguardista pero la mejor novela de aquél), Wide Sargasso Sea de Jean Rhys (escrita como antecedente de Jane Eyre de Charlotte Brontë, y narrativamente inspirada en ésta), The Crying of Lot 49 de Thomas Pynchon (novela usualmente considerada como el epítome de la postmodernidad), sólo para nombrar unas pocas. Teniendo en cuenta cuán diferentes son estas novelas entre sí, ¿cuál de ellas sería una «novela tradicional»? Y si ninguna lo es, ¿de qué sirve el término «novela tradicional»?
La salida fácil de algunos críticos es englobar algunas de ellas en la categoría de «postmodernas», aunque es una clasificación que, bien mirados los ejemplos del párrafo anterior, se parece a la de los animales según la enciclopedia china que cita Borges en «El lenguaje analítico de John Wilkins». Como recordarán, la famosa enciclopedia clasifica los animales como: «a) pertenecientes al emperador, (b) embalsamados, © amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera». Felizmente, en los círculos académicos, la expresión «novela tradicional» es infrecuente, ya que, debido a la necesidad de un planteamiento rigurosamente analítico, pronto quedan claras sus enormes desventajas.
De modo que sugiero abandonar, por un lado una concepción lineal del desarrollo de la novela, y, por otro, el proyecto de demarcar las formas de novelar como si fueran los países de un mapa (experimento cuyos resultados han sido siempre negativos, y, a la larga, subvertidos). Propongo que la novela, como género, implica desde su nacimiento una «campo» de posibilidades. Cada novela es una expresión concreta de una de ellas. La expresión de una posibilidad en particular no suprime ni reemplaza a las otras (así como el Río Orinoco no suprime ni reemplaza el Amazonas).
Henry James ya lo había sugerido cuando de manera un tanto inelegante pero efectiva dijo que la novela es un «monstruo informe» en el que cabe cualquier cosa. También lo sugirió cuando escribió que la casa de la ficción tiene muchas ventanas y que cada escritor elige una de ellas para ver el mundo. Sólo me gustaría añadir que nadie, ni siquiera James, ha inventariado todas las ventanas posibles en la «casa de la ficción».