Las infidelidades del cine

La dificultad de ser fiel

La di­fi­cul­tad de ser fiel

Es­cribí hace al­gu­nos me­ses que desde sus inicios el cine man­tiene un largo ro­mance con la no­vela. No sólo se ex­presa en el in­ter­cam­bio fruc­tí­fero de téc­ni­cas na­rra­ti­vas en­tre los dos me­dios, sino tam­bién, y quizá so­bre todo, en el he­cho de que tan­tas pe­lí­cu­las ha­yan sido lle­va­das al cine. Ali­cia en el país de las ma­ra­vi­llas, por ejem­plo, has sido adap­tada más de treinta ve­ces. Para creer que este pro­ceso de adap­ta­ción es po­si­ble hay que es­tar de acuerdo con Eco cuando dice que la «trama» de una na­rra­ción es una es­truc­tura que puede ser re­creada en di­ver­sos sis­te­mas se­mióti­cos. No es­ta­ría de más aña­dir que la adap­ta­ción, de­bido a que re­crea una his­to­ria en otro me­dio, casi siem­pre cam­bia lo que ésta significa.

El tema, que da para largo, ya que tiene in­con­ta­bles re­co­ve­cos teó­ri­cos, ha sido abor­dado de ma­nera bas­tante di­dác­tica por Ro­bert Stam en su li­bro de­di­cado a la adap­ta­ción. Baste men­cio­nar que no to­das las no­ve­las ofre­cen la misma re­sis­ten­cia. Hay al­gu­nas que pa­re­cen es­cri­tas para el cine, como No Coun­try For Old Men de Cor­mac Mc­Carthy, cuya adap­ta­ción no les sacó nin­guna cana a los her­ma­nos Cohen. Mien­tras que otras ofre­cen gran­des di­fi­cul­ta­des, como La in­so­por­ta­ble le­ve­dad del ser de Mi­lan Kun­dera, que debe ha­ber he­cho su­dar la gota gorda a Phi­lip Kaufman.

Quizá uno de los as­pec­tos más dis­cu­ti­dos cuando se ha­bla de este pro­ceso sea la fi­de­li­dad de la adap­ta­ción. Para no per­der­nos en la­be­rin­tos teó­ri­cos, ha­ble­mos sólo de las «in­fi­de­li­da­des» en dos ca­te­go­rías: la «es­truc­tu­ral» y la «in­ci­den­tal». La pri­mera se re­fiere a los cam­bios drás­ti­cos en la no­vela —su­pri­mir epi­so­dios, fu­sio­nar per­so­na­jes, crear otros, et­cé­tera— cuando ésta pasa al cine. Es­tos cam­bios casi siem­pre sal­tan a la vista por lo cual tam­poco es­ca­pan la aten­ción de los crí­ti­cos. La in­fi­de­li­dad in­ci­den­tal, por otro lado, son aque­llos pe­que­ños cam­bios —usual­mente en el diá­logo de los per­so­na­jes— que pue­den pa­sar desa­per­ci­bi­dos, pero que en al­gu­nos ca­sos, bien por efecto acu­mu­lado, bien por el lu­gar es­tra­té­gico donde apa­re­cen, pue­den ser más cru­cia­les que las in­fi­de­li­da­des es­truc­tu­ra­les. Un ejem­plo bas­tante claro se puede ver en pe­lí­cula The Reader (2008) de Step­hen Dal­dry ba­sada en la no­vela del mismo nom­bre de Bern­hard Schlink.

Se trata de la es­cena ha­cia el fi­nal de la pe­lí­cula (1h36”30’ por si quie­ren ubi­carla) que nos mues­tra a Mi­chael, ya adulto, vi­si­tando a Hanna po­cos días an­tes de que ésta ter­mine de pur­gar su pena. La es­cena abre con un plano me­dio corto de las es­pal­das de Mi­chael para si­tuar­nos en su punto de vista al mo­mento en que éste en­tra a la ca­fe­te­ría de la pri­sión donde verá a Hanna des­pués de más de veinte años. El plano cam­bia para mos­trar­nos la reac­ción en­tre an­siosa y es­pe­ran­zada de Hanna. Gra­cias a un tra­bajo de ma­qui­llaje ex­tra­or­di­na­rio, y al ta­lento de Kate Wins­let, tam­bién com­pren­de­mos el im­pacto que su nuevo as­pecto debe te­ner en Mi­chael. En este mo­mento se al­ter­nan las to­mas. En plano me­dio corto para Mi­chael y close up para Hanna, su­gi­riendo la di­fe­ren­cia de lo que está en juego para cada uno de ellos.

Mi­chael to­da­vía lu­cha con sen­ti­mien­tos en­con­tra­dos, ya que no sabe qué debe sen­tir por Hanna, una cri­mi­nal de gue­rra a la que él ha amado. La pe­lí­cula nos mues­tra a los dos sen­ta­dos a am­bos la­dos de la mesa, en un plano en­tero, si­mé­trico, que su­giere que, por lo me­nos en ese ins­tante, es­tán en igual­dad de con­di­cio­nes: ella ha pa­gado su cri­men; él está dis­puesto a re­eva­luar sus con­fu­sos sen­ti­mien­tos ha­cia ella. Lo que él es­pera, por su­puesto, es que Hanna mues­tre al­guna forma de arrepentimiento.

Mi­chael: ¿Has pen­sado mu­cho so­bre el pasado?

Hanna: ¿Quie­res de­cir, ¿cuando es­tá­ba­mos juntos?

Mi­chael: No. No, me re­fe­ría a eso.

Hanna: An­tes del jui­cio nunca pensé so­bre el pa­sado. Nunca tuve que hacerlo.

Mi­chael: ¿Y ahora? ¿Qué sientes?

Hanna: No im­porta lo que yo piense. No im­porta lo que sienta. Los muer­tos se­gui­rán muertos.

Hay, por su­puesto, cierto es­pa­cio para in­tuir lo que Hanna está pen­sando —esto de­bido a los ges­tos, y al as­pecto vi­sual pro­pio del cine— pero su parca de­cla­ra­ción no colma las ex­pec­ta­ti­vas de Mi­chael. Con­se­cuen­te­mente el en­cua­dre ya no vuelve a po­ner­los en el mismo plano de igual­dad. Ante los ojos de Mi­chael, y quizá de la au­dien­cia, Hanna ha per­dido su úl­tima opor­tu­ni­dad de re­den­ción. El he­cho de ha­ber apren­dido a leer no le ha en­se­ñado nada (con todo lo que esto im­plica en tér­mi­nos sim­bó­li­cos). En la no­vela ve­mos algo bas­tante di­fe­rente. En la misma es­cena, la pre­gunta de Mi­chael va pre­ce­dida de su reac­ción am­bi­gua ha­cia ella.

¿Por qué de­bía ha­berle dado un lu­gar en mi vida? [Piensa Mi­chael.] Me sentí in­dig­nado por la mala con­cien­cia de ha­berla con­fi­nado a un ca­si­llero mental.

—¿Pen­saste al­guna vez so­bre las co­sas que se di­je­ron du­rante el jui­cio, an­tes del jui­cio? Quiero de­cir, ¿pen­saste so­bre ellos cuando es­tá­ba­mos jun­tos, cuando yo te leía?

—¿Te mo­lesta mu­cho eso? —Pero ella no es­peró res­puesta — . Siem­pre sentí que na­die me en­ten­día, que na­die sa­bía quién era yo y qué me hizo ha­cer las co­sas que hice. Y ya sa­bes, cuando na­die te en­tiende, na­die puede pe­dirte cuen­tas. Ni si­quiera la ley puede pe­dirte cuen­tas. Pero los muer­tos pue­den. Ellos en­tien­den. Ni si­quiera te­nían que ha­ber es­tado allí, pero si hu­bie­ran es­tado, ellos ha­brían en­ten­dido mu­cho me­jor. Aquí en la cár­cel es­tán siem­pre con­migo. Vie­nen to­das las no­ches, sea que yo lo quiera o no. An­tes del jui­cio to­da­vía po­día es­ca­parme de ellos.

Como ve­mos, no es sólo que el cine se ve obli­gado a re­cor­tar los diá­lo­gos de la no­vela, sino tam­bién que esa in­fi­de­li­dad puede cam­biar la na­tu­ra­leza del per­so­naje, aun­que todo lo de­más se man­tenga igual. El diá­logo de la no­vela es tan su­til que esta es­cena ha pa­sado desa­per­ci­bida por al­gu­nos crí­ti­cos. Hanna, sin duda, se siente per­se­guida por los fan­tas­mas los inocen­tes de cuya muerte es res­pon­sa­ble. El re­mor­di­miento, que por un tiempo pudo ig­no­rar, vuelve des­pués del jui­cio para no de­jarla nunca más. De una ma­nera bas­tante lú­cida, Hanna tam­bién se da cuenta de que no tiene re­den­ción, ya que los úni­cos que real­mente pue­den per­do­narla son los muer­tos. Esto, por su­puesto, no dis­mi­nuye la enor­mi­dad de su cri­men, ya que si bien está le­gal­mente li­bre, mo­ral­mente nunca lo estará.

En la pe­lí­cula, por el con­tra­rio, ve­mos una Hanna cuya ver­güenza por ser ile­trada es tan grande que le im­pide ver que su cri­men como guar­dián de la SS es un asunto mu­cho más grave. Esa Hanna pre­fiere crear un des­linde con un pa­sado. Es una Hanna con la que no se puede te­ner sim­pa­tía, ya que es­pe­ra­mos que quien ha co­me­tido crí­me­nes tan te­rri­bles, tenga por lo me­nos la en­te­reza mo­ral de re­co­no­cer­los. Quizá Dal­dry que­ría evi­tar las se­ve­ras crí­ti­cas que Sch­link ha­bía re­ci­bido por la no­vela. Eso no evitó que en al­gu­nos me­dios, en un ex­ceso de celo, lla­ma­ran a la pe­lí­cula «por­no­gra­fía nazi» (una hi­pér­bole que, como to­das, cues­tiona la se­rie­dad del crítico).

Lo ex­tra­or­di­na­rio del caso es que el per­so­naje de Hanna, que Dal­dry ha­bía se­guido tan fiel­mente en la pe­lí­cula, se haya trans­for­mado en me­nos del mi­nuto que dura el diá­logo. Esto prueba que si bien es cierto la trama de The Reader es una es­truc­tura que puede pa­sar de la no­vela al cine sin ma­yo­res pro­ble­mas, la cons­truc­ción de los per­so­na­jes, y quizá el sig­ni­fi­cado fi­nal de la na­rra­ción, de­pen­den mu­cho de lo que Bal y mu­chos post post es­truc­tu­ra­lis­tas lla­man el «texto» de la pe­lí­cula o no­vela. Quizá por eso la ma­yo­ría de es­cri­to­res re­vi­san mu­chas ve­ces sus bo­rra­do­res, eva­luando cada ora­ción, ase­gu­rán­dose de que cada pá­rrafo diga lo que ellos quie­ren, por­que sa­ben que siem­pre es po­si­ble que la no­vela les sea infiel.

Pen­sán­dolo bien, quizá el es­fuerzo re­sulte inú­til ya que, en este plano, por lo me­nos las bue­nas no­ve­las, las que as­pi­ran a ser una obra de arte, siem­pre ter­mi­na­rán sién­do­les in­fie­les a sus autores.

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