Final de juego

Final de juego

Fi­nal de juego

El crí­tico bri­tá­nico, N.J. Lowe, en su ex­tra­or­di­na­rio li­bro The Clas­si­cal Plot (2000), des­mar­cán­dose de las com­pli­ca­cio­nes na­rra­to­ló­gi­cas que nos han aque­jado por casi un si­glo, pos­tula que el mo­delo lin­güis­tico usado por los na­rra­tó­lo­gos —desde Propp hasta Bal— es in­su­fi­ciente para en­ten­der cómo está es­truc­tu­rada la fic­ción. Se­gún Lowe, re­sulta mu­cho más fruc­tí­fero en­ten­der una fic­ción en tér­mi­nos de la teo­ría de los jue­gos. Una fic­ción se­ría como un ta­blero donde hay cierto nú­mero de fi­chas, cada una de las cua­les puede eje­cu­tar un mo­vi­miento de­ter­mi­nado, de­pen­diendo de las re­glas del mundo fic­cio­nal en el que exis­ten. Por su­puesto, de­bido a que se trata de un juego, el fi­nal de una na­rra­ción guar­dará se­me­jan­zas con los «fi­na­les de juego» (quie­nes prac­ti­quen el aje­drez, ve­rán de in­me­diato dos po­si­bles ti­pos su­ge­ri­dos por esta teo­ría). La­men­ta­ble­mente, Lowe no desa­rro­lla este acá­pite con su­fi­ciente detalle.

Sin em­bargo, vale la pena pres­tarle aten­ción a los fi­na­les, em­pe­zando por el efecto to­tal al que con­tri­bu­yen. Por un lado te­ne­mos a Aris­tó­te­les, que su­ge­ría en su Poé­tica que el fi­nal de una fic­ción de­be­ría pro­du­cir una ca­tar­sis que lim­pie el es­pí­ritu de la au­dien­cia. Este efecto, que po­dría­mos lla­mar «emo­tivo», to­da­vía es parte del ar­se­nal de los na­rra­do­res con­tem­po­rá­neos. Por otro lado te­ne­mos a Bor­ges que, cuando ha­bla so­bre «El cuento po­li­cial», nos re­cuerda que Ed­gar Allan Poe, no sólo in­venta el gé­nero, sino tam­bién la li­te­ra­tura como un ejer­ci­cio in­te­lec­tual, que se puede en­ten­der no sólo como la ne­ce­si­dad de re­sol­ver el mis­te­rio, sino tam­bién —y esto es evi­dente en los cuen­tos de Bor­ges mismo— en la opor­tu­ni­dad de usar la fic­ción como punto de par­tida para una re­fle­xión de corte fi­lo­só­fico. Este efecto, que po­dría­mos lla­mar «in­te­lec­tual», tam­bién tiene cul­to­res hasta hoy.

Quizá es­tos dos efec­tos —el emo­tivo y el in­te­lec­tual— sean las dos gran­des fa­mi­lias en las que se puede ins­cri­bir los fi­na­les de la ma­yo­ría de na­rra­cio­nes mo­der­nas. Sin em­bargo, en am­bos ca­sos hay tram­pas. Quie­nes bus­can el efecto emo­tivo a ve­ces caen en la sa­lida fá­cil —que es una forma de kitsch— de re­usar si­tua­cio­nes que ga­ran­ti­zan un efecto es­pe­cí­fico (esto va tanto para los ro­man­ces como para el lla­mado rea­lismo su­cio). Quie­nes bus­can el efecto in­te­lec­tual co­me­ten a ve­ces el error de usar la fic­ción no como una suerte de tram­po­lín ha­cia una re­fle­xión que no se agota en la na­rra­ción misma sino como una re­pre­sen­ta­ción, a ve­ces ma­cha­co­na­mente sim­bó­lica, de una idea pre­fa­bri­cada (de la que el au­tor nos quiere convencer).

En tér­mi­nos es­truc­tu­ra­les, re­sulta más fá­cil se­ña­lar que hay tres ti­pos de fi­na­les: 1. Ce­rrado, 2. Abierto y 3. Cir­cu­lar. El fi­nal ce­rrado es el más an­ti­guo, y, en ge­ne­ral, es aquel que res­ponde la pre­gunta na­rra­tiva cen­tral en la no­vela. En las no­ve­las de de­tec­ti­ves, por ejem­plo, de­be­mos sa­ber quién co­me­tió el cri­men. Cuando lle­ga­mos a las úl­ti­mas pá­gi­nas de El nom­bre de la rosa nos en­te­ra­mos de que quién ha es­tado en­ve­ne­nando a los mon­jes de­seo­sos de leer el tra­tado de Aris­tó­te­les es un ate­rro­ri­za­dor bi­blio­te­ca­rio. Cuando lle­ga­mos a las úl­ti­mas pá­gi­nas de Ma­dame Bo­vary nos en­te­ra­mos de cómo ter­mina la an­sie­dad que im­pulsa a Emma a es­ca­par del te­dio de su vida de es­posa burguesa.

El fi­nal abierto, por otro lado, deja la pre­gunta cen­tral sin res­pon­der, o, me­jor to­da­vía, cul­mina una na­rra­ción que no está or­ga­ni­zada en torno a una trama clá­sica. De modo que la ma­yo­ría de na­rra­cio­nes post­mo­der­nas re­sul­tan ejem­plos in­me­dia­tos. Sin ir muy le­jos, la ex­tra­or­di­na­ria Si una no­che de in­vierno un via­jero, de Italo Cal­vino está or­ga­ni­zada en torno al juego na­rra­tivo que ela­bora di­fe­ren­tes inicios de no­vela. Gran parte del pla­cer de su lec­tura ra­dica, no en su trama, sino en el co­men­ta­rio que hace so­bre el acto de leer, así como el per­mi­tir­nos re­co­no­cer los vi­cios de los es­ti­los na­rra­ti­vos de su época (desde la no­vela po­li­cial hasta el rea­lismo má­gico). Me atre­ve­ría a su­ge­rir que uno de los ejem­plos más lo­gra­dos de fi­nal abierto es el cuento «Me­mento Mori» de Ch­ris­top­her No­lan (la pe­lí­cula ba­sada en el cuento se llama Me­mento), ya que el fi­nal de la na­rra­ción es ce­rrado para el lec­tor pero abierto para el pro­ta­go­nista de la ficción.

Los fi­na­les cir­cu­la­res son aque­llos que re­mi­ten al lec­tor a una sec­ción cual­quiera de la no­vela, creando así un lazo in­fi­nito que, como dice Eco, obli­ga­ría a un lec­tor dó­cil a se­guir le­yen­dola para siem­pre. El ejem­plo ar­que­tí­pico en es­pa­ñol es Ra­yuela, de Ju­lio Cor­tá­zar, cuya ta­bla de ins­truc­cio­nes obli­ga­ría a un lec­tor dó­cil a leer los dos úl­ti­mos ca­pí­tu­los hasta que se con­gele el Sol. El ejem­plo más cons­pi­cuo en in­glés es sin duda Fin­ne­gans Wake, de Ja­mes Joyce, cu­yas úl­ti­mas pa­la­bras son, en reali­dad, el prin­ci­pio de la ora­ción que abre la no­vela, obli­gando tam­bién a un lec­tor dó­cil a leer la no­vela de prin­ci­pio a fin, sin ter­mi­nar ja­más. Es­tos fi­na­les son una suerte de pi­ro­tec­nia na­rra­tiva cuyo efecto es de­mos­trar la pe­ri­cia del au­tor. Nin­guno de ellos es­pera, por su­puesto, que el lec­tor obe­dezca al texto (no co­nozco a na­die que haya se­guido es­tric­ta­mente las ins­truc­cio­nes de lec­tura de Ra­yuela).

Pero al mar­gen del tipo de fi­nal que pueda te­ner una no­vela —abierto, ce­rrado o cir­cu­lar— lo que re­sulta ines­ca­pa­ble es que el fi­nal de­li­mita el mundo fic­cio­nal, cuya per­sis­ten­cia en el mundo real de­pen­derá, en gran me­dida, de cuánto haya sa­tis­fe­cho las ex­pec­ta­ti­vas del lec­tor. Tam­bién de­pen­derá, y en ma­yor me­dida, de que haya lo­grado lle­gar a la cá­mara se­creta donde to­dos guar­da­mos aque­llas ideas, imá­ge­nes o re­cuer­dos a las que vol­ve­mos de vez en cuando por­que nos han ca­lado hondo, cap­tu­rando nues­tra ima­gi­na­ción para siem­pre. Es a lo que casi to­das las fic­cio­nes aspiran.

Quizá por esto no sea tan arries­gado pen­sar que los fi­na­les, ade­más de re­fle­jar la poé­tica del es­cri­tor, o quizá por eso, tam­bién re­fle­jan una fi­lo­so­fía frente a la vida. El fi­nal ce­rrado ha sido aso­ciado por mu­cho tiempo con la ne­ce­si­dad de re­es­ta­ble­cer el or­den en un mundo que pa­rece caó­tico. El fi­nal abierto ha sido aso­ciado con la acep­ta­ción de que la vida es un pro­ceso, un pro­yecto in­con­cluso so­bre cuyo fi­nal hay po­cas cer­te­zas. Por úl­timo, los fi­na­les cir­cu­la­res se aso­cian a una con­cep­ción no li­neal del tiempo, lo cual tam­bién cues­tiona la idea de cau­sa­li­dad. ¿No se­ría po­si­ble tam­bién de­cir que el fi­nal ce­rrado re­co­noce la fi­ni­tud de la vida; el fi­nal abierto se niega a acep­tarlo; y el fi­nal cir­cu­lar as­pira a la eternidad?

2 Comentarios en “Final de juego”

  1. LuchinG 2 noviembre 2010 at 2:55 pm #

    Para mí los fi­na­les cir­cu­la­res no son in­fi­ni­tos, sino que sim­ple­mente te de­jan en el lu­gar en el co­mien­zas, como cuando en una slas­her mo­vie el ase­sino sale por los ma­to­rra­les o la úl­tima de las abe­jas ase­si­nas le hace un giño a la cá­mara, que­riendo de­cir que en un par de mi­nu­tos em­pieza todo de nuevo. Bueno, lla­mé­mos­los eli­coi­da­les, entonces.

    Me­mento mori, el cuento, ter­mina en que Earl no lo­gra ano­tar que ya mató al ase­sino de su mu­jer (o al que cree que lo es) y por lo tanto está con­de­nado a se­guir sus pro­pias ins­truc­cio­nes al me­nos una vez más. De este moto, el fi­nal no ser{ia abierto, sino cir­cu­lar, o,bueno, elicoidal.

    Una di­fe­ren­cia cu­riosa con la pe­lí­cula, que cro­no­ló­gi­ca­mente em­pieza en el fi­nal: el fi­nal (prin­ci­pio cro­no­ló­gico) es un fi­nal ce­rrado tanto para los es­pec­ta­do­res como para el pro­ta­go­nista, en el mo­mento en que hace una re­fle­xión so­bre sí mismo y anota los da­tos que lo lle­va­rán al su­puesto ase­sino, con lo que se­lla su destino.

  2. Javier Arnao Pastor 13 septiembre 2011 at 9:32 pm #

    Yo com­parto la idea de que tanto el prin­ci­pio como el fi­nal de una fic­ción son pie­zas clave de una his­to­ria: cons­ti­tu­yen los dos pi­la­res que sos­tie­nen la es­truc­tura o el nú­cleo del re­lato. Un inicio, de es­tar bien es­crito, queda in­cluso como ta­tuado en la me­mo­ria de un lec­tor apa­sio­nado, como aque­lla aper­tura de «El pozo», por ejem­plo: «Hace una rato me es­taba pa­seando por el cuarto y se me ocu­rrió de golpe que lo veía por pri­mera vez. Hay dos ca­tres, si­llas des­pa­tra­rra­das y sin asiento, dia­rios tos­ta­dos de sol, vie­jos de me­ses, cla­va­dos en la ven­tana en lu­gar de los vidrios».


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