Herramientas de escritor I
Podría parecer que con la aparición de la computadora personal los escritores debieron ver solucionado dos de sus grandes problemas. La nueva tecnología nos sólo prometía silenciar de una vez por todas la ruidosa máquina de escribir sino también eliminar la tediosa tarea de retipear un manuscrito después de una ronda de correcciones. Lamentablemente, hasta hace poco, las herramientas de escritor eran, por lo menos, insuficientes.
Es cierto que en términos comparativos, prácticamente cualquier herramienta aparecida después de 1981 parece una bendición, aunque la haya diseñado un programador que nada entiende de escritura. Recordemos que Cervantes tuvo que escribir su Quijote con numerosas plumas de ave, probablemente de ganso, que él mismo debía recortar con regularidad. Trabajaba en una mesa estable, amplia, donde además del tintero hubiera espacio para el cortaplumas y el secante, acumulando una página a la vez, hasta que se le acalambraban las manos.
Esa forma de escribir se mantuvo intacta hasta los tiempos de Tolstoy y Flaubert. Éste último, que se llamaba a sí mismo «hombre-pluma», escribía dejando un generoso margen, que luego usaba para sus correcciones, las que pasaba en limpio al día siguiente. De modo que uno puede afirmar con cierta certeza que escribió su Madame Bovary no una sino muchas veces. El inquieto Tolstoy no habría sobrevivido semejante régimen. Felizmente contaba con la paciente Sophia Andreevna Bers, que además de criarle los trece hijos que tuvieron juntos, y de administrar la economía familiar, se daba tiempo para pasar en limpio las numerosas correcciones de Anna Karenina y La guerra y la paz.
Fue recién a fines del siglo diecinueve que el taller del escritor se vio catapultado a nuevas alturas. En 1873 la firma E. Remignton and Sons empieza la producción de la primera máquina de escribir comercial en Ilion, Nueva York (la disposición de los teclados que se usa hasta el día de hoy, el famoso QUERTY, respondió a la necesidad de entorpecer a los operadores que tenían la mala costumbre de escribir tan rápido que trababan los martillos de las letras). La otra invención notable del siglo diecinueve es la pluma fuente, cuyo primer diseño exitoso, patentado por Lewis Waterman en 1884, empieza a venderse al filo del siglo, en 1899, haciendo realidad el sueño de la pluma inagotable que ya había vislumbrado Leonardo da Vinci (aunque se dice que la primera pluma fuente data del siglo diez, cuando el califa egipcio Maad al-Muzz exigió que le diseñaran una pluma que no necesitara recarga constante y que no le manchara las manos).
Durante el siglo veinte estos dos inventos sufren algunas mejoras. Por un lado, durante los años cincuenta aparece el bolígrafo, ese invento despiadado que ahora, por ser desechable se ha convertido en un capítulo aparte en los anales de la polución mundial (Bic informa con un «orgullo» que vende más de 20 millones de bolígrafos al día, todos hechos con plástico no biodegradable). La otra mejora es la máquina de escribir electrónica acogida con entusiasmo por algunos escritores. Stephen King cuenta, que la máquina de escribir mecánica Royal, que su madre le regaló por navidad cuando él cumplió los once años, fue reemplazada por la Olivetti portátil con la que escribió sus primeros libros, para luego dar paso a una IBM Selectric.
Estas dos mejoras no convencieron a todos los escritores. Es el caso, por ejemplo, de Cormac McCarthy, que desde el principio de los años sesenta escribe en una Olivetti Lettera 32. Según el New York Times, en 2009 McCarthy aceptó que su máquina fuera subastada por la casa Christie’s para que el dinero recaudado fuera donado al Santa Fe Institute que apoya las artes (donde McCarthy mismo pasó una temporada escribiendo). La Olivetti Lettera 32 se vendió por un cuarto de millón de dólares. McCarthy, que no se acostumbraba a ningún otro teclado, se compró otra igual por cincuenta dólares en una tienda de antigüedades. Otro escritor que confiesa públicamente su amor por su máquina de escribir es Paul Auster, que inclusive le ha dedicado un libro a su Olimpia SM9, The Story of My Typewriter, ilustrado con pinturas de su amigo Sam Messer.
Están también los escritores que prefieren las plumas fuente. Graham Greene, por ejemplo, señala en Ways of Escape que sólo la pluma fuente conecta su imaginación con el papel. Más recientemente tenemos el caso de Orhan Pamuk, que en Other Colors le dedica una pieza a su pluma fuente, con la que ha escrito el primer borrador de todas sus novelas. Entre los más jóvenes está el hindú Chandrahas Choudhury, autor de Arzee the Dwarf, que escribe con pluma fuente inclusive los textos que después cuelga en su blog.
Pero imagino que algunos escritores jóvenes, para quienes una máquina de escribir puede resultar tan pintoresca como una vitrola, y una pluma fuente tan práctica como una cámara fotográfica con película, prefieren escribir en una computadora. Cosa que resultó factible por primera vez en los años ochenta, cuando aparecieron las primera computadoras personales, aunque sus precios, en términos comparativos, implicaban otra cosa. Entre los primeros en adoptar la nueva tecnología está García Márquez. Según cuenta, pasó por prácticamente toda la historia de las herramientas de escritura, desde la pluma, hasta la máquina de escribir eléctrica, pasando por la mecánica. La computadora resultó para él una «máquina de escribir más simple», aunque dudo si tal cosa reflejara su experiencia, ya que suena más a una de las boutades a las que es propenso.
Porque se podría haber usado cualquier adjetivo para los primeros procesadores de texto, pero «simple», definitivamente no. El legendario WordStar, por ejemplo, presentaba una pantalla negra con letras verdes, donde aparecían varias hileras de comandos en la parte superior, dejando apenas media pantalla para el texto del escritor. Debido a que las computadoras de entonces sólo disponían de un tipo, había que señalar las variantes tipográficas, como las cursiva o la negrita, con etiquetas parecidas a las que ahora se usan en las páginas web, y que se traducían al momento de la impresión.
Esta misma filosofía fue adoptada poco después por WordPerfect, con una gran diferencia. A sus diseñadores se les ocurrió, de una manera visionaria que no sería repetida en los próximos veinte años, que era posible que quienes usaban un procesador de textos estuvieran interesados mayormente en escribir, de modo que había que eliminar las distracciones y dejar el mayor espacio posible en la pantalla.
Pero el diseño de WordPerfect debió haberse tratado de un accidente, porque pronto se unió también, en filosofía, a la bandada de procesadores de textos diseñados por programadores que daban la impresión de aborrecer el oficio de escritor (cosa que explica la resistencia de McCarthy y Auster). Hay algunos intentos de separarse del marasmo conceptual, como el legendario Amí Pro de Lotus, aparecido en 1988, pero fueron rápidamente abandonados por sus fabricantes, quizá porque no eran lo suficientemente complicados.
Los dos problemas de diseño más graves que aquejan a los procesadores de texto son bastante simples de formular. Primero, no están diseñados para manejar proyectos de largo aliento, como el manuscrito de un libro, por ejemplo. De modo que pasadas unas cincuenta páginas resulta difícil orientarse en un texto. Es cierto que uno puede saltar a una página dada, usando alguna opción del menú, pero pocos escritores llevan en mente una cuenta del tipo: «la escena de los seres famélicos en el sótano está en la página 93», o «el dato sobre el arsénico va en la página 324».
El otro problema de diseño es que, como están sobrecargadas de funciones, la pantalla típica, digamos de MS Word, sólo deja un cincuenta por ciento de espacio para escribir, atiborrando el otro cincuenta por ciento con funciones que el escritor promedio no usa jamás. Me pregunto, por ejemplo, ¿cuándo fue la última vez que McCarthy sintió la urgencia de enlazar la escena que escribía con una hoja de cálculo? ¿O de crear un histograma?
Felizmente, esta situación empezó a cambiar hace poco. [Herramientas de escritor II]