Recordar el futuro
Decir que una novela publicada en 1907 ha sido una de las más citadas en los medios anglosajones con motivo del 11 de setiembre del 2001 puede sonar a exageración gratuita. Sin embargo, ése es el caso de El agente secreto de Joseph Conrad. Inclusive quienes no la hayan leído, el saber que aparece citada en el contexto de los atentados terroristas a las Torres Gemelas de Nueva York les da una pauta de su tema principal. Resulta inquietante que un escritor que todavía no había visto las dos grandes guerras del siglo veinte, ni sus sangrientas revoluciones, fuera capaz de anticiparlas en una novela que no ha gozado del reconocimiento que se merece.
Hay muchas razones para leer cuidadosamente El agente secreto. Para empezar, dejando de lado mi admiración por la obra de Conrad, no me resulta difícil citarla como un ejemplo que pone en tela de juicio aquello de «escribe sobre tu experiencia», así como una firme respuesta a quienes les gusta dictaminar qué temas deben considerarse trabables en literatura. Empecemos por lo primero, el consejo que parecen recibir los escritores que empiezan, ya que las mesas de novedades están siempre pobladas de diversas versiones de un mismo tema: cómo me convertí en escritor.
Felizmente, Henry James, con la calidad intelectual a la que todo escritor debe aspirar, escribió en El arte de la ficción que aquello de escribir sólo lo que uno ha vivido es debatible. Después de jalarle las orejas a Walter Besant por aconsejar a un escritor de clase media que se abstuviera de situar sus historias en ambientes de la clase alta, James da el ejemplo de una escritora cuya obra sobre un joven protestante francés tuvo mucho éxito. ¿Qué experiencia tenía ella? Había visto una vez, por una puerta abierta, a una familia protestante a punto de empezar a cenar. James no se detiene allí. Cuestiona el término mismo —experiencia— ampliándolo a todo aquello que pasa por la conciencia del escritor, desde lo vivido en el mundo real, hasta aquello que sólo se ha experimentado en la imaginación. Es por eso que puede sugerir que un escritor debe ser una persona en la que «nada se pierda».
Ese parece haber sido el caso de Conrad. En el prólogo de El agente secreto cuenta que desde que empezó a escribirla supo que no se parecería mucho a sus novelas anteriores ya que, a diferencia de éstas, tomaría lugar enteramente en Londres. Quizá el ambiente citadino de El agente secreto era una buen contraste para el gran lienzo, el mítico país latinoamericano, donde sitúa Nostromo, su novela anterior.
Sobre el origen de la novela, dice que nació de una conversación con un amigo suyo sobre el atentado contra el Observatorio de Greenwich en 1886. Su amigo, que a lo mucho le había visto «la espalda a un anarquista», sabía poco sobre autor del atentado. Pero la idea quedó archivada en el casillero de pendientes del Conrad escritor. Poco después, leyó un libro sobre atentados anarquistas, entre ellos los del observatorio, donde se registra un diálogo en el pasillo de la Cámara de los Comunes. Sir William Harcourt, entonces Ministro del Interior, le reclama al policía a cargo de la investigación: «Su idea de la reserva acerca de ellos parece consistir en mantener al Ministro del Interior en la oscuridad». La frase, que según Conrad pinta a Harcourt de cuerpo entero, fue el catalizador de la novela. Conrad dice que la novela se presentó entonces como «una labor no precisamente ardua, pero sí de absorbente dificultad». El reto era que fuera creíble para el lector, cosa que resolvió con una enorme dosis de intuición, apoyada en un impecable dominio del oficio.
Sin arruinar la novela para quienes no la hayan leído, puedo adelantar que El agente secreto trata de unos pocos días en la vida de Mr. Verloc, un súbdito de la corona británica, contratado por un gobierno extranjero para cumplir funciones mayormente de espía, pero también de agent provocateur. Cuando la embajada donde Mr. Verloc rinde cuentas nombra un nuevo funcionario, éste lo cita para decirle que en diez años no ha logrado nada que justifique su sueldo, de modo que, si quiere seguir gozando del pago mensual que le permite llevar una vida sin mayores preocupaciones, hace falta que demuestre qué es capaz de hacer. Noten en el diálogo que aparece a continuación la ironía con la que Conrad tiñe las palabras de los personajes:
—Usted se vende como «agent provocateur». El verdadero trabajo de un «agent provocateur» es provocar. Según puedo veo en su foja de servicios, aquí a la mano, en los últimos tres años usted no ha hecho nada para merecer su paga.
—¡Nada! —exclamó Verloc, sin mover ni un músculo ni levantar los ojos, pero con sincera indignación en la voz — . Muchas veces previne acerca de lo que había que…
—Hay un refrán en este país que dice que es mejor prevenir que curar —interrumpió Mr. Vladimir dejándose caer en su sillón — . En términos generales, me parece estúpido. En este país a nadie le gustan las soluciones drásticas. No sea tan inglés. Y en esta situación en particular, no sea absurdo. La enfermedad ya está aquí. No queremos prevenciones, queremos cura.
Mr. Verloc tiene una tienda de postales eróticas, pero es sólo una fachada, porque su verdadera fuente de ingresos es la embajada. Como mantiene a su esposa, su suegra y su cuñado, sabe que tiene que seguir las instrucciones de Mr. Vladimir, quien le sugiere que lleve a cabo un atentado terrorista en el templo de la ciencia de ese entonces, el Observatorio de Greenwich. De modo que Mr. Verloc sale de la embajada ya con una misión impostergable, pero para la que no se siente capacitado.
Son los ingredientes típicos de una novela de las llamadas thriller político de nuestros días. En las mejores, como las de John le Carré, la fórmula es menos aparente. En manos de Conrad, adquiere la lucidez de una obra literaria que, además de entretener, explora aspectos de la experiencia humana. Conrad se volcó al proyecto hasta sentir, según sus propias palabras, «como si [se] hubiera perdido» dentro de la historia de la novela. Esa capacidad de habitar el mundo ficcional es un requisito indispensable para que éste tenga un carácter independiente de la vida real. Esto incluye el recrear de manera verosímil el mundo interior de los personajes, como se ve en el ejemplo siguiente:
—Me imagino que eso es exactamente lo que le habría pasado si usted hubiera establecido su laboratorio en Estados Unidos [ — dijo Ossipon — ]. Allá no se respetan demasiado las instituciones.
—Su observación es exacta —admitió el [Profesor] — . Allá tienen más carácter y su específica esencia es anarquista. Campo fértil para nosotros los Estados Unidos… muy fértil. La gran república tiene en sí el germen de la destrucción. El temperamento colectivo es antilegalista […] Nuestro objetivo ha de ser romper la superstición y el culto de la legalidad. Nada me gustaría más que ver al Inspector Heat y a sus pares asumiendo la tarea de limpiarnos a plena luz del día con la aprobación de la gente. Entonces habremos ganado la mitad de nuestra batalla; la desintegración de la vieja moralidad se habrá asentado en su propio templo. Eso es lo que ustedes tendrían que lograr. Pero ustedes los revolucionarios jamás llegarán a entenderlo. Planean el futuro, se pierden en ensoñaciones de sistemas económicos derivados del actual, mientras que lo que se busca es barrer con todo y dar comienzo a una nueva concepción de la vida. Ese tipo de futuro se cuida solo, con tal que ustedes lo hagan posible. Es por eso que me gustaría distribuir mi material en cada esquina, si tuviera lo suficiente, pero como no lo tengo, me dedico a lo que sí puedo hacer: tratar de construir un detonador perfecto.
Es una cita un tanto larga, pero la fidelidad con la que Conrad crea sus personajes le permite también anticipar gran parte del siglo veinte. Es cierto que el discurso del Profesor está más alineado con las ideas anarquistas del siglo diecinueve, pero no cuesta trabajo ver en éste las semillas de las revoluciones del siglo veinte, los excesos del Khmer Rouge, las purgas de Stalin, la Revolución Cultural China, las motivaciones detrás de los ataques contra las Torres Gemelas, y, lamentablemente, la respuesta «antilegalista» del gobierno de Bush que autorizó la tortura como procedimiento necesario. Leer este diálogo casi cien años después de haber sido escrito resulta escalofriante. Es por eso que me atrevo a sugerir que los buenos escritores se esfuerzan por abordar los problemas de su tiempo mientras que los grandes son capaces de anticipar los problemas del futuro.
En 1936, Alfred Hitchcock hizo Sabotage, película basada en la novela de Conrad. La primera secuencia, que recuerda los apagones en la Lima de mediados de 1980, parece prometer, pero como el título mismo sugiere Hitchcock no había entendido una de las premisas principales de la novela: la diferencia entre un acto de sabotaje y un acto de terror, cosa que sí aparece claramente explicada en la novela. Christopher Hampton, quien escribiría después los guiones de The Quiet American (2002) y Atonement (2007), dirigió visionariamente en 1996 otra película basada en la novela de Conrad. Ésta tiene mejor factura que la de Hitchcock. Robin Williams le da un carácter un tanto desequilibrado al personaje del Profesor, pero logra convencer, mientras que Gerard Depardieu encarna tersamente al revolucionario Ossipon.
Tanto la película como la novela proponen considerar las acciones extremas de quien está radicalmente descontento con la sociedad. La película, sin embargo, pierde la sutil ironía que Conrad consideró fundamental para tratar el tema en su novela. Inclusive si ya han visto la película, espero que esta breve discusión los haya alentado a leer la novela de Conrad, indiscutible obra maestra del siglo veinte, de la que se puede decir, sin dudas, que por su factura narrativa, y por los temas que trata, sigue estando vigente más de cien años después.
Un comentario en “Recordar el futuro”
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Siempre es un placer leer tus artículos y claro totalmente de acuerdo contigo.