Ahí está el detalle (I)
Hace poco, viendo una colección retrospectiva de la pintora norteamericana Georgia O’Keefe, encontré una cita que me pareció familiar: «Nada es menos real que el realismo… Los detalles confunden. Sólo un proceso de selección, eliminación y énfasis nos permite llegar al verdadero significado de las cosas» (1922). No la había leído antes, pero me resultaba familiar porque la idea, expresada con otras palabras, aparece en la gran mayoría de entrevistas con escritores. Todos parecen coincidir en que la «representación de la realidad» —que es la provincia de la ficción— está relacionada con la «verdad». Cualquiera de esas aparentemente tersas afirmaciones esconde un verdadero nido de víboras conceptual que de inmediato genera algunas preguntas: ¿Qué significa representar la realidad? ¿De qué verdad estamos hablando? ¿Qué es la realidad? En «Esta pared no existe» intenté escribir sobre el problema de la creación del mundo ficcional. En «At the Edge of History» (Journals of Romance Studies) he escrito sobre el problema de la verdad en la ficción. Pero el tema no se agota fácilmente. De hecho, debido a las limitaciones de espacio, la entrada de esta semana estará dividida en dos partes. La primera dedicada a qué significa representar la realidad en la ficción. La segunda sobre una de las técnicas que usan la mayoría de escritores para lograrlo.
Lamentablemente, cuando se habla de términos tan pesados, conceptualmente hablando, es necesario aclarar cómo se abordan para no caer en el perogrullo ni la oscuridad. De modo que espero disculpen este abuso teórico que, sin embargo, resulta necesario antes de abordar el tema de manera práctica.
El problema de la representación de la realidad ha preocupado quizá desde siempre a los escritores. Ya en su Poética Aristóteles argumentaba que la ficción —el teatro en su caso— debe imitar la realidad. Debido a que, según él, la imitación es un aspecto instintivo del ser humano, el proceso de representación no parece tan complicado. Quizá Aristóteles tenía en mente el hecho de que el actor (real) encarna un personaje (ficción) con una riqueza que sólo es posible gracias a la presencia, que es la característica clave del teatro. El problema empieza cuando la representación se hace por escrito ya que hay un imperioso principio de economía que se debe aceptar.
El primero en notarlo es Alessando Manzoni, quien en su Del romanzo storico (1850) discute lo que él llama la «verosimilitud» en la ficción. Su preocupación principal es diferenciar la historia y la ficción, pero en ese proceso explica que los «hechos» con los que trabaja el historiador tiene la fuerza de la «verdad positiva», mientras que lo que representa un escritor depende de la «verosimilitud» de lo representado. En otras palabras, la ficción tiene la obligación de hacernos creer en lo narrado, mientras que la historia sólo tiene que ser fiel a sus fuentes. Resulta difícil, no obstante, señalar cómo se logra esa verosimilitud ya que Manzoni no lo explica. El crítico George Lukács, en su El realismo en la balanza (1938), propone casi un siglo después un ángulo diferente para entender el problema. Según Lukács el realismo en la ficción debe mostrarnos la relación dialéctica que hay entre la conciencia de un personaje (apariencia) y el mundo exterior (esencia). Lukács, de manera aguda, entendió que la representación de la conciencia de los personajes es la característica clave de la ficción moderna. Lástima que tampoco Lukács dedicara un acápite de su libro al aspecto poético.
El cómo se representa la realidad depende, por supuesto, de que estemos de acuerdo en qué es la realidad. Un problema que sigue preocupando tanto a filósofos como a científicos hasta nuestros días. De hecho, el problema es tan persistente que reaparece de vez en cuando en la cultura popular (la película Matrix, por ejemplo). Sin embargo, aceptando el riesgo de usar trazos gruesos, se puede afirmar que cada uno de nosotros experimenta la realidad de una manera concreta. Sea que uno esté totalmente de acuerdo con los postulados de Jerome Bruner en «The Narrative Construction of Reality» (1991), no es difícil aceptar que lo que percibimos como realidad es el producto de un proceso complejo que en su gran parte depende de la formación cultural individual, incluyendo todos los «sistemas simbólicos» que recibimos de nuestro entorno, todo lo cual ocurre, por decirlo de alguna manera, bajo el capó.
Me atrevo a aventurar que a pesar de la complejidad del proceso, podemos identificar en éste dos aspecto fundamentales. El primero es el hecho de que nuestra percepción es selectiva. Cuando entramos a una habitación, por ejemplo, no importa cuán observadores seamos, habrá algunos detalles que notaremos más que otros (lo que se ignora depende en gran medida del proceso de «habituación»). El segundo aspecto es extraordinario. Usando esos pocos detalles la mente construye esa superficie continua, aparentemente sin fisuras, que experimentamos como la realidad. En otras palabras, lo que llamamos realidad es el producto de una juiciosa impostura basada en unos pocos detalles.
Torrente Ballester, en uno de sus ensayos críticos, lo expresa de una manera un tanto oblicua cuando dice que el material de la ficción debe organizarse de tal modo que produzca «una impresión equivalente» al de la realidad. No resulta sorpresivo que no mencione el aspecto práctico. Poco después Roland Barthes afina el concepto en «El efecto de realidad» (1989), donde postula que un escritor incluye detalles al parecer sin importancia pero cuya función es doble: 1. Ser el objeto mismo, y 2. Darnos la impresión de que lo que estamos leyendo es real.
En un famoso ejemplo, Barthes cita el barómetro sobre el piano que Flaubert menciona en «Un corazón sencillo». Según Barthes, lo que resulta curioso del barómetro es que a pesar de no ser necesario para la narración tampoco está fuera de lugar. Su función es decirnos «soy un barómetro», pero también «represento la realidad». Barthes llama a este efecto «ilusión referencial», porque el efecto que busca es el de hacernos creer en la realidad de la ficción (lo que Manzoni llama «verosimilitud»).
Empieza a quedar claro, me parece, que O’Keefe tenía bastante razón cuando decía que «nada es menos real que el realismo», ya que éste se basa en la selección de unos pocos detalles para que, como dice Barthes, produzcan la ilusión de que lo narrado es real (no muy lejos de nuestra propia experiencia en el mundo). Esto nos lleva a una primera conclusión: debido a que este proceso es selectivo, es imposible representar la realidad con exactitud. Inclusive los escritores que incluyen una suerte de inventario de los ambientes donde ocurre la acción (como es el caso en las novelas de Larsson) están obligados por razones de economía a minimizar el número de elementos descritos. (Quizá convendría hacer una pausa para señalar que el mundo ficcional está compuesta de tres elementos básicos: la realidad del mundo narrado, las acciones de los personajes y el mundo interior de éstos. Por razones de espacio, sólo abordaré la construcción de la realidad del mundo narrado.)
Teniendo en cuenta a Barthes, podríamos clasificar los detalles del mundo ficcional en dos categorías: aquellos que resultan esenciales para la narración, y aquellos no esenciales. Los esenciales serían aquellos detalles de los que depende la narración. Si un personaje, por ejemplo, va a viajar de una ciudad a otra, el escritor tiene que decirnos si tomó un avión, un tren o si manejó un auto. El medio de transporte es un detalle esencial. Sin embargo, el color del tren, el tipo de asientos, ventanas, etcétera, son detalles no esenciales, ya que de ellos no depende la narración. Lo que sí sabemos es que de ellos depende su verosimilitud. De modo que, si un escritor sólo puede usar unos pocos detalles, la pregunta que surge de inmediato es: ¿con qué criterio selecciona los detalles no esenciales? [Dejaremos la respuesta en suspenso hasta la próxima entrega.]
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¿Cuándo es la próxima entrega?
La segunda parte de esta entra aparece en: Ahí está el detalle (II).