Tener algo que decir
Hace poco estuve en una feria del libro donde escuché en más de una ocasión un comentario que siempre me ha parecido curioso: «el escritor tal no tiene nada que decir». Como todos los pronunciamientos taxativos también éste nace con un talón de Aquiles que resulta invisible para quien lo formula. Una lectura benigna podría entenderlo como una afirmación hiperbólica. En todo caso, no se la puede ignorar, no porque plantee una justa evaluación sobre un autor, sino porque es un meme que se usa como si estuviera realmente claro qué significa. Me atrevo a sugerir que el asunto resulta más complicado de lo que parece.
La pregunta que uno se puede pasar por alto es, por supuesto, ¿de qué estamos hablando cuando decimos que un autor o una obra «tiene algo que decir»? ¿Qué es «tener que decir»? A riesgo de que suene a boutade, me atrevo a sugerir que en literatura todos los escritores tienen algo que decir, inclusive aquellos que aparentemente no tienen nada qué decir.
Para empezar, y aunque las definiciones sean odiosas, valdría la pena acotar la idea. Digamos que «tener algo que decir» se puede entender como tener cierta opinión sobre la experiencia humana, opinión que, en el caso de la literatura, se expresa por escrito, en general usando como medio ciertos personajes que viven una situación determinada. Digo «opinión», porque si uno tiene una certeza matemática sobre la experiencia humana quizá la ficción no sea el mejor vehículo para expresarla. También porque el término puede abarcar, sin sofocarlas, varias formas de pensamiento, desde la filosofía hasta la política, pasando por la estética. Uso la expresión «experiencia humana» en lugar del más común «condición humana» porque me gusta pensar que es una experiencia cambiante y varia, y que depende de circunstancias históricas dinámicas.
Si este intento de definición es válido no resulta difícil ver que todas las obras de ficción tienen una opinión con respecto a la experiencia humana. En otras palabras: tienen algo que decir. Tomemos, por ejemplo, las novelas donde los malos pierden, los buenos ganan, y, de preferencia, el protagonista se queda con la chica. Estas novelas parecen afirmar que ser bueno —que podríamos traducir como «tener un cierto código ético»— tiene su recompensa. Es una de las creencias más populares en Hollywood aunque no es exclusiva del cine. Es también uno de los mensajes de El señor de los anillos (1954) de J.R.R. Tolkien, así como de Los diamantes para la eternidad (1956) de Ian Fleming, sólo para nombrar dos ejemplos coetáneos.
Pero también podríamos citar como ejemplo las novelas donde un escritor reflexiona sobre su incapacidad de escribir, ponderando el peso de las palabras, la calidad traicionera del lenguaje. Son novelas que parecen afirmar que la verdadera comunicación entre seres humanos es imposible. Es lo que plantea en parte George Orwell en Mantened la aspidistra izada (1936) donde un joven escritor sufre porque no puede terminar un poema épico. También es el tema central de New Grub Street (1891) del británico George Gissing.
Puede que la interpretación de lo que dice una novela varíe de lector a lector, inclusive que mi lectura de las novelas mencionadas líneas arriba sea debatible, pero lo que resulta claro es que hasta la novela más ligera —digamos una de Danielle Steel— tiene «algo que decir», ya que cada historia que se cuenta expresa una opinión sobre la experiencia humana. Es justamente una de las razones por las que la narración es parte de todas las culturas.
Sugiero que hay dos maneras en que las novelas dicen algo sobre la experiencia humana. Lo hacen de manera «explícita» cuando los personajes o el narrador nos lo explica. Era una estrategia más común durante el siglo diecinueve, aunque sigue gozando de buena salud. Es el caso, por ejemplo, de los mini discursos que Elizabeth Costello tiene la tendencia a regalarnos desde las páginas de la novela epónima de Coetzee. Cuando estas opiniones vienen de un personaje la novela está más a salvo que cuando vienen del narrador, ya que cuando las ideas que parecen atrevidas, innovadoras, o simplemente correctas, son desplazadas por otras formas de pensar, todavía quedan como las opiniones de un personaje anclado en un lugar y época determinada, sin que resten verosimilitud a la novela.
Las novelas también dicen algo sobre la experiencia humana de manera «implícita». Pongamos, por ejemplo, la novela Los hombres que no amaban a las mujeres (2008) de Stieg Larsson, una de cuyas opiniones es que si una mujer se arma de valor, puede hacer pagar a los hombres que la han maltratado, cosa que no aparece expresada de manera explícita por los personajes ni por el narrador. Otro ejemplo podría ser La perla de John Steinbeck que parece afirmar que una persona debe estar contenta con lo que le ha tocado en la vida ya que cualquier forma de codicia conduce a la perdición.
Por supuesto, la mayoría de novelas tienen más de una opinión sobre la experiencia humana. Hay algunas que sólo se revelan después de una segunda lectura, como es el caso de Don Quijote, uno de cuyos comentarios parece ser que gran parte de nuestras opiniones sobre el mundo son sólo una invención. Una de las características de una buena novela es el permitir lecturas diversas. Una mala novela, por el contrario, plantea de manera explícita su opinión sobre la experiencia humana, y, en algunos casos, ni siquiera hace falta terminar de leerla.
Es parte de nuestra tendencia humana el preferir aquello que nos gusta, de modo que uno tiende a ignorar aquello que no corresponda con nuestras expectativas. La afirmación del principio quizá podría expresarse como: «el escritor tal no dice nada de lo que a mi criterio debe decir una novela». Puesto de esta manera, como corresponde, la afirmación es más un intento de adquirir autoridad literaria, o de afirmarla, que una verdadera evaluación. Por mi parte, yo prefiero escaparme de mis preferencias literarias de vez en cuando para leer a contrapelo, y en más de una ocasión me he encontrado con grandes sorpresas. Ojalá que el tema de esta semana los aliente a hacer lo mismo.
Un comentario en “Tener algo que decir”
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Estás tranquilo paseando al perro, pensando en las musarañas, y viene alguien que apenas conoces de vista, te saluda, se pone a hablar del clima, del último escándalo de la farándula local o de cómo se tarda la ONPE en contar los votos; de pronto ve que su combi se acerca, se despide, se va, y te deja con la sensación de que te han robado cinco minutos de tu vida que habrían sido mejor empleados en la identificación sistemática de musarañas. Ese desconocido estaba buscando matar el tiempo, no decir algo, como Desde Rusia con amor, que me pareció aburrida, o Harry Potter, aunque me haya entretenido mucho. Tal vez «no tiene nada qué decir» no sea un termino muy preciso, tal vez sea mejor calificar a esas novelas como triviales, pero eso es lo que yo entiendo y creo que es a lo que la mayor parte de la gente se refiere.