El arte de la seducción

El graduado

El gra­duado

El arte de la fic­ción es, en buena cuenta, un arte de se­duc­ción. Los pri­me­ros pá­rra­fos debe lo­grar que el lec­tor quede tan in­tere­sado en el texto que esté dis­puesto a se­guir le­yendo. El pe­li­gro con este tipo de afir­ma­cio­nes es que se con­vier­tan en una bús­queda de una fór­mula que desem­bo­que en una he­te­ro­do­xia que se apli­que a ra­ja­ta­bla a toda no­vela que se nos cruce en el ca­mino. Ya he se­ña­lado an­tes, en «Las pri­me­ras pa­la­bras», que las pri­me­ras pa­la­bras de una no­vela le en­se­ñan al lec­tor cómo debe ser leída. Esto pa­rece ofre­cer un nú­mero in­fi­nito de posibilidades.

Me atrevo a su­ge­rir que esta apa­rente li­ber­tad es en­ga­ñosa ya que la ma­yo­ría de inicios se pue­den cla­si­fi­car en tres gran­des gru­pos: las no­ve­las que em­pie­zan plan­teando el per­so­naje o per­so­na­jes prin­ci­pa­les, las no­ve­las que pre­sen­tan el lu­gar donde ocu­rrirá la ac­ción, y, fi­nal­mente, las no­ve­las que plan­tean la ac­ción. Sim­pli­fi­cando de ma­nera un poco abu­siva pero en aras de la dis­cu­sión po­dría­mos de­cir que los inicios se di­vi­den en tres gru­pos: per­so­naje, es­pa­cio o trama. Como siem­pre vale la pena ver al­gu­nos ejem­plos, em­pe­ce­mos con el co­no­cido inicio de Don Qui­jote.

En un lu­gar de la Man­cha, de cuyo nom­bre no quiero acor­darme, no ha mu­cho tiempo que vi­vía un hi­dalgo de los de lanza en as­ti­llero, adarga an­ti­gua, ro­cín flaco y galgo co­rre­dor. Una olla de algo más vaca que car­nero, sal­pi­cón las más no­ches, due­los y que­bran­tos los sá­ba­dos, len­te­jas los vier­nes, al­gún pa­lo­mino de aña­di­dura los do­min­gos, con­su­mían las tres par­tes de su hacienda.

Cer­van­tes no está preo­cu­pado por si­tuar la na­rra­ción de ma­nera es­pe­cí­fica. Le basta con que se­pa­mos la re­gión donde ocu­rre la ac­ción, por­que lo que im­porta es la pre­sen­ta­ción del per­so­naje prin­ci­pal, el hi­dalgo de quien lee­mos de­ta­lles que van cons­tru­yendo la fi­gura de un hom­bre que des­pués de ha­ber te­nido algo —de ha­ber sido «hijo de algo»— lo ha ido per­diendo todo, hasta que­darse con tan poca for­tuna que en su olla ape­nas hay «algo más vaca que car­nero». Por otro lado tam­bién nos in­teresa sa­ber a qué se debe su de­ca­den­cia. En el mismo ca­pí­tulo nos en­te­ra­mos de que se trata, y pronto se pone en mar­cha la ac­ción epi­só­dica de la novela.

Da­niel De­foe, más de cien años des­pués, to­da­vía está in­tere­sado en el per­so­naje, aun­que el tono sea di­fe­rente en su Ro­bin­son Cru­soe:

Yo nací en el año 1632 en la ciu­dad de York, de buena fa­mi­lia, pero no del país, ya que mi pa­dre era un ex­tran­jero na­tu­ral de Bre­men que pri­mero se ins­taló en Hull; se hizo una buena po­si­ción gra­cias al co­mer­cio, y luego, aban­do­nando sus ne­go­cios se tras­ladó a York, en donde casó con mi ma­dre, cuya fa­mi­lia se ape­lli­daba Robinsón…

Este inicio to­da­vía pri­vi­le­gia al per­so­naje pero ha ba­jado el ritmo. Mien­tras que en Don Qui­jote la his­to­ria de la no­vela ya se pone en mar­cha en la se­gunda pá­gina, en Ro­bin­son Cru­soe re­cién en el se­gundo ca­pí­tulo, 35 pá­gi­nas des­pués, ocu­rre el nau­fra­gio que es el inicio de la ver­da­dera his­to­ria de la no­vela. Para su­ple­men­tar el po­der de per­sua­sión, De­foe apuesta al breve pre­fa­cio donde se an­ti­cipa que se con­tará una vida «por­ten­tosa», «com­ple­ta­mente real», sin «som­bra de in­ven­ción». En otras pa­la­bras, apela al tipo de cu­rio­si­dad que des­pier­tan las no­ti­cias pe­rio­dís­ti­cas so­bre he­chos ex­tra­or­di­na­rios. Stend­hal, en El rojo y el ne­gro, de­cide em­pe­zar con una des­crip­ción del lu­gar donde ocu­rrirá la acción:

La pe­queña ciu­dad de Ve­rriè­res puede pa­sar por una de las más lin­das del Franco Con­dado. Sus ca­sas, blan­cas como la nieve y te­cha­das con teja roja, es­ca­lan la es­tri­ba­ción de una co­lina, cu­yas si­nuo­si­da­des más in­sig­ni­fi­can­tes di­bu­jan las co­pas de vi­go­ro­sos cas­ta­ños. El Doubs se des­liza in­quieto al­gu­nos cen­te­na­res de pies por bajo de la base de las for­ti­fi­ca­cio­nes, edi­fi­ca­das en otro tiempo por los es­pa­ño­les y hoy en ruinas.

Du­rante los tres pri­me­ros ca­pí­tu­los, Stend­hal pa­sea su «es­pejo» li­te­ra­rio por las ca­lles fic­cio­na­les de Ve­rriè­res. Re­cién en el ca­pí­tulo cua­tro ve­mos por pri­mera vez a Ju­lien So­rel, que será el per­so­naje prin­ci­pal de la novela.

Es­tos tres ejem­plos co­rres­pon­den a dos mo­dos de em­pe­zar una no­vela a los que me re­ferí al prin­ci­pio: el inicio con la cons­truc­ción del per­so­naje, y el inicio con la des­crip­ción del lu­gar donde ocu­rrirá la ac­ción. En el si­glo die­ci­nueve apa­re­cen los pri­me­ros ejem­plos de la ter­cera op­ción, la no­vela que em­pieza con la trama en mar­cha (en «me­dias res», como le llama Ho­ra­cio en su Ars Poe­tica). Jeane Aus­ten, por ejem­plo, em­pieza así Or­gu­llo y pre­jui­cio:

Es una ver­dad mun­dial­mente re­co­no­cida que un hom­bre sol­tero, po­see­dor de una gran for­tuna, ne­ce­sita una esposa.

Sin em­bargo, poco se sabe de los sen­ti­mien­tos u opi­nio­nes de un hom­bre de ta­les con­di­cio­nes cuando en­tra a for­mar parte de un ve­cin­da­rio. Esta ver­dad está tan arrai­gada en las men­tes de al­gu­nas de las fa­mi­lias que lo ro­dean, que al­gu­nas le con­si­de­ran de su le­gí­tima pro­pie­dad y otras de la de sus hijas.

—Mi que­rido se­ñor Ben­net —le dijo un día su es­posa — , ¿sa­bías que, por fin, se ha al­qui­lado Net­her­field Park?

Aparte del inicio afo­rís­tico, que plan­tea el tema prin­ci­pal que ex­plo­rará la no­vela, lle­ga­mos pronto a la his­to­ria prin­ci­pal (la lle­gada del Mr. Darcy), aun­que to­da­vía no he­mos visto a Eli­za­beth Ben­net. Da­dos los dos pá­rra­fos ini­cia­les, en­ten­de­mos que la es­posa está ha­blando de un sol­tero adi­ne­rado que se ha mu­dado a Net­her­field Park, y que el in­te­rés de ella tiene que ver con que su hija, o hi­jas, es­tán ya en edad ca­sa­dera. Du­rante el si­glo veinte los inicios en me­dias res —en me­dio de la trama— se con­vier­ten en una norma. Vean, por ejem­plo, como em­pieza Li­tuma en los An­des de Ma­rio Var­gas Llosa, pu­bli­cada en 1993:

Cuando vio apa­re­cer a la in­dia en la puerta de la choza, Li­tuma adi­vinó lo que la mu­jer iba a de­cir. Y ella lo dijo, pero en que­chua, mas­cu­llando y sol­tando un hi­lito de sa­liva por las co­mi­su­ras de su boca sin dientes.

—Se le ha per­dido el ma­rido —mur­muró su ad­junto — . Hace cua­tro días, parece.

—¿Qué dice, Tomasito?

—No le en­tendí bien, mi cabo.

El guar­dia se di­ri­gió a la re­cién lle­gada, en que­chua tam­bién, in­di­cán­dole con las ma­nos que ha­blara des­pa­cio. La in­dia re­pi­tió esos so­ni­dos in­di­fe­ren­cia­bles que a Li­tuma le ha­cían el efecto de una mú­sica bár­bara. Se sin­tió, de pronto, muy nervioso.

—¿Qué anda diciendo?

La no­vela em­pieza en me­dio de las mis­te­rio­sas desa­pa­ri­cio­nes que in­ves­tiga Li­tuma. Los ele­men­tos esen­cia­les del tipo de no­vela que se plan­tea es­tán allí —hay un in­ves­ti­ga­dor, hay des­a­pa­re­ci­dos, ha­brá tam­bién un cul­pa­ble— se­gún co­rres­ponde con una es­truc­tura de corte po­li­cial, en­mar­cada tam­bién en los lin­de­ros de la no­vela ne­gra la­ti­noa­me­ri­cana. Este es sólo un ejem­plo, pero re­sulta pa­ra­dig­má­tico, ya que basta una breve re­vi­sión de las no­ve­las en venta en cual­quier li­bre­ría para com­pro­bar que la gran ma­yo­ría em­pieza de esta manera.

El he­cho de que el inicio en «me­dias res» haya con­quis­tado la forma de no­ve­lar del si­glo veinte no sig­ni­fica, por su­puesto, que sea la única op­ción dis­po­ni­ble. In­clu­sive las tres ca­te­go­rías que he plan­teado —per­so­naje, lu­gar y trama— aun­que agru­pan a la gran ma­yo­ría de no­ve­las no in­clu­yen to­das las po­si­bi­li­da­des. Una ex­cep­ción bas­tante co­no­cida es el inicio de La in­so­por­ta­ble le­ve­dad del ser de Kun­dera. Como re­cor­da­rán, es una re­fle­xión fi­lo­só­fica so­bre la idea del eterno re­torno, cuya falta de ri­gor ló­gico no le resta fuerza para con­ver­tirse en un ele­mento es­truc­tu­ral que or­ga­niza gran parte de la obra de Kundera.

El inicio de una no­vela es un pro­ceso de se­duc­ción, pero como en otros ca­sos, no res­ponde a una fór­mula uni­ver­sal, ni mu­cho me­nos cons­tan­tes. De modo que el au­tor debe re­vi­sar los pri­me­ros pá­rra­fos do­ce­nas, in­clu­sive cien­tos de ve­ces, hasta lo­grar el tono que co­rres­ponda a la his­to­ria que va a na­rrar. El he­cho de que en una época se pre­fiera una forma de em­pe­zar no­ve­las no sig­ni­fica que un es­cri­tor no pueda en­sa­yar otras po­si­bi­li­da­des. La única me­dida del éxito de un inicio es que su po­der de se­duc­ción cap­ture a su lec­tor de modo que, pa­sa­dos los pri­me­ros pá­rra­fos, éste diga «sí».

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