La máquina perpetua
Cuando se lee una buena novela, hay un momento en que se tiene la impresión bastante clara de que la narración se ha echado a andar. La señal más frecuente es que logramos sumergirnos en el mundo alternativo de la ficción, olvidándonos a veces durante horas de lo ocurre a nuestro alrededor. Vargas Llosa, por ejemplo, explica en La orgía perpetua el estado de abstracción total en el que leyó Madame Bovary, y más recientemente, en El País cuenta sobre «la felicidad y la excitación febril» con la que leyó la trilogía de Larsson (quejándose de la traducción, como es de esperar). Todos hemos experimentado de vez en cuando la capacidad que tiene una narración para, como dice Vargas Llosa, bajar nuestras defensas críticas y sumergirnos en el mundo de la ficción. ¿Cómo lo logran?
Sugiero que entre los muchos ingredientes que se engranan entre sí para crear, a falta de mejor término, el motor narrativo de una ficción, desde una novela corta hasta una trilogía como la de Larsson, son tres los más importantes. El primero, y más poderoso, es la creación de preguntas narrativas que incitan al lector a seguir leyendo hasta encontrar la respuesta.
La segunda es la creación de un mundo fascinante que el lector quiere conocer, e inclusive del que quiere ser parte por tanto tiempo como sea posible. Hay muchos casos en los que se trata del mundo prosaico de todos los días pero visto desde la sensibilidad de un personaje que le confiere una textura nueva, intrigante, llena de detalles que hasta entonces no habíamos notado. Recordemos que algunos de los cuentos de Cortázar tiene éxito precisamente porque logran ese efecto.
El tercer elemento del motor narrativo es el estilo. No hace falta que sea relamido, florido, inclusive barroco, como estuvo de moda en alguna época, sino más bien que sea una voz que usa el lenguaje de tal manera que causa placer. En esto radica gran parte del poder de seducción que Nabokov ejerce sobre nosotros en Lolita. Sin embargo, sugiero que el estilo puede ser el más problemático de los tres elementos ya que, si no está al servicio de los otros aspectos narrativos, puede dar la impresión de estar allí sólo para impresionar al lector. El escritor inglés Martin Amis, por ejemplo, parece creer esto sobre Nabokov. Dice que su lenguaje se parece a los músculos de un físicoculturista, muy bien definidos, pero sin relación alguna con una actividad concreta en el mundo real.
Pero volvamos al primer componente del motor narrativo. Si tuvieron tiempo de leer Me llamo Rojo de Orhan Pamuk, al que me referí algunas semanas atrás, recordarán que la primera oración de la novela («Ahora estoy muerto, soy un cadáver en el fondo de un pozo») ya plantea un par de preguntas narrativas importantes que nos impulsan a seguir leyendo. Haciendo gala de gran destreza narrativa, Pamuk cierra el primer capítulo con: «Y soñar con las torturas que le infligirá a mi vil asesino algún alma caritativa cuando lo encuentre». El capítulo siguiente cambia de punto de vista, pero para evitar que perdamos el interés Pamuk crea otro foco narrativo (el énfasis es mío): «Entré como un sonámbulo en Estambul, la ciudad en la que había nacido y crecido, tras doce años de ausencia». Estas preguntas narrativas, que podríamos llamar «locales», junto con las del capítulo anterior, van creando el entramado sobre el que se dibujan poco a poco las dos preguntas centrales de la novela: ¿Quién mató al maestro Donoso? Y, ¿por qué?
En la novela Lo que queda del día de Kazuo Ishiguro notamos una administración semejante de preguntas narrativas. La novela abre con (el énfasis es mío): «Parece cada vez más probable que tenga empezar la expedición que ha estado preocupando mi imaginación por algunos días». De inmediato nos preguntamos quién es esta persona que se expresa de una manera tan extraña, y en qué consiste la expedición, y, por supuesto, por qué lo preocupa tanto. Después, en el mismo capítulo, nos enteramos de que se llama Stevens, y que ha trabajado como mayordomo toda la vida. Su nuevo «empleador», Mr. Farraday, un norteamericano, le ha sugerido que se tome unos días libres, pero Stevens se ha negado, sugiriendo que no le hace falta salir de la enorme mansión para ver Inglaterra. Sin embargo, pronto llega la carta de una tal Miss Kenton. Nos preguntamos de inmediato qué une a Stevens con Miss Kenton. Hacia el final del capítulo, en su estilo reticente, Stevens dice: «Tomando en cuenta todo lo anterior, no veo una verdadera razón por la que no podría llevar a cabo el paseo». En efecto, la «naturaleza de la relación» entre Stevens y Miss Kenton es una de las preguntas narrativas que mueve la novela.
Gran parte de la efectividad de una narración depende de una cuidadosa administración de información. De hecho, hay ejemplos en que la falta de información se convierte en la fuente más importante de preguntas narrativas «implícitas». Es una de las técnicas que usa Baricco en Seda. El brevísimo primer capítulo simplemente nos informa en cien palabras que Hervé Joncour tiene treinta y dos años, que en lugar continuar con su carrera militar, se ha dedicado al oficio peculiar de comprar y vender gusanos de seda, y que se trata del año 1861, cuando Flaubert está escribiendo Salambô, la luz eléctrica todavía no se ha inventado y Lincoln está peleando en la Guerra Civil Norteamericana. Terminado el primer capítulo, uno se queda con muchas dudas. La más grande es, por supuesto, ¿de qué se trata esta novela? Pero también, ¿qué importancia tendrán los huevos de mariposa en esta historia? Por último, ¿qué relación hay entre la historia de Joncour —si hay alguna— y los tres eventos que se mencionan? Esta reticencia absoluta funciona porque el capítulo es tan corto que uno termina de leerlo antes que cualquier «defensa crítica» pueda detenernos. Después, por supuesto, como en toda novela, hay otras preguntas narrativas que impulsan la historia. Una de las más importantes, sin duda, es el destino que tendrá la relación entre Joncour y la mujer «que no tiene rasgos japoneses» que conoce en su viaje a Japón.
Walter Mosley, el prolífico autor norteamericano de novelas policiales, y uno de los pocos que llama la atención de la crítica literaria, dice que la trama de una novela es «la estructura de la revelación». Es un movimiento paulatino de plantear una pregunta narrativa, suspender la respuesta por un número de párrafos o páginas, plantear una nueva pregunta, dejarla en suspenso, para luego responder la primera, y así sucesivamente, hasta que todo el mecanismo se haya puesto en marcha.
Se dice que —si existiera— una máquina de movimiento perpetuo, una vez echada a andar, no se detendría nunca. Es una noción que «preocupó la imaginación» de los alquimistas desde el siglo ocho. Durante los primeros años del siglo diecinueve se convirtió en una obsesión que sólo terminó cuando el planteamiento de las leyes de la termodinámica demostraron que tal mecanismo era científicamente imposible. El siglo diecinueve, sin embargo, aportó algo a esa suerte de máquina perfecta que es la novela, refinando sus técnicas para que sea capaz de echarse a andar cada vez que empezamos a leer una.
He elegido intencionalmente novelas de las últimas dos décadas del siglo veinte porque se lo considera el siglo de escepticismo en todos los aspectos, incluyendo aquellos que tienen que ver con las formas narrativas, aunque, según estos ejemplos, esta forma de estructurar una narración claramente lanza una de sus sondas técnicas al siglo anterior. Quizá, como dice Ian McEwan, sea buen no olvidar las lecciones narrativas del siglo diecinueve, adaptándolas a los nuevos temas que nos plantea el siglo veintiuno.
Un comentario en “La máquina perpetua”
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Excelente texto, y muy cierto lo del tecer aspecto. El estilo debe estar ligado a los dos primeros, sino se puede caer en una vanagloria de demostrar qué tanto domina una técnica.
Además, si bien es cierto que existen novelas que se han echado andar en la lectura, también existen otras que traspasan la lectura misma e inundan la vida diaria, haciéndonos pensar constantemente en ellas. Eso me pasó con Saramago, sobre todos sus Ensayos. Ya no podía ver igual a un ciego, y siempre que puedo pregunto a un abogado que dicen las leyes con respecto a los votos en blanco.