Hijos de Babel
A menos que uno sea políglota resulta imposible no tener que leer traducciones. Muy pocos tienen el tiempo, o la inclinación, de dedicar dos años al estudio del ruso para leer con cierta fluidez a Tolstoy o Dostoievsky. Esta relación de dependencia hacia los traductores ha hecho que éstos sean objeto de diversas acusaciones. El conocido dicho «traduttore traditore», por ejemplo, condesa la visión generalizada sobre el trabajo del traductor. Sin embargo, si no fuera por los traductores, nuestra visión de la literatura sería limitada, por decirlo menos. Por otro lado, resulta injusto exigir que un traductor haga un trabajo perfecto, considerando que es el miembro menos reconocido y peor pagado en la industria editorial. En los Estados Unidos, por ejemplo, la compensación por una traducción ha estado por debajo del nivel de pobreza en los últimos treinta años. Esto no evita que, cada vez que uno se tropieza con una traducción que no parece tener sentido, de inmediato nos vengan a la cabeza epítetos poco elogiosos para el traductor. Sugiero, por un lado, que sería bueno que de una vez por todas la industria editorial le diera al traductor el lugar que se merece, en términos de reconocimiento y remuneración. Pero también me atrevo a sugerir que muchas de nuestras críticas parten de una visión un tanto parcial de lo que significa la traducción literaria.
Empecemos con lo que sería un ejemplo negativo. Releí Seda, la novela de Alessandro Baricco que comenté la semana pasada, en una traducción al español. Me encontré con más de un pasaje que necesitaba corrección urgente, pero que, sin embargo, no impedía entender el texto, hasta que me topé con el final del Capítulo 10. En la traducción que tengo a mano, y que se distribuyó en Colombia, dice (el énfasis es mío):
Los productores de seda de Lavilledieu eran quien más quien menos, gentiles hombres de las leyes de su país. La hipótesis de hacerlo en otra parte del mundo, sin embargo, les pareció razonablemente sensata.
Cosa que no tiene pies ni cabeza, ya que el antecedente que debe corresponder a «hacerlo» no aparece en la oración anterior. ¿Cómo se le pasó esto al editor? Quizá porque estaba dormido. De otra manera no se entiende cómo, porque la versión original dice (el énfasis es mío):
I produttori di seta di Lavilledieu erano, chi più chi meno, dei gentiluomini, e mai avrebbero pensato di infrangere una qualsiasi legge nel loro Paese. L’ipotesi di farlo dall’altra parte del mondo, tuttavia, risultò loro ragionevolmente sensata.
No hace falta saber italiano para darse cuenta de que la traducción omite una frase que le da a la oración el sentido irónico que buscaba su autor. Traigo a colación este ejemplo, no para demostrar cuán terribles son los traductores, sino, más bien, para mostrar el poco apoyo que tienen. Ya que, imagino, si al traductor de Seda le hubieran pagado bien, si no hubiera tenido que hacer otras dos traducciones al mismo tiempo, además de enseñar algunos cursos en la universidad, se habría tomado el trabajo de revisar cuidadosamente su texto, eliminando los errores gramaticales menores, pero también encontrando crasos errores como éste.
De este ejemplo extremo, pasemos a otros dos, menos drásticos, pero que, a mi juicio, resultan mucho más problemáticos. El primero viene de A Moveable Feast, las memorias de Hemingway cuyo título hermosamente poético se traduce usualmente de manera un tanto pedestre: París era una fiesta. Tomemos un diálogo que, en el original, aparece en las páginas 63 y 64.
—¿Quieres que comamos juntos? —pregunté a Mike.
—Claro que sí, niño. Claro que quiero. ¿Pero qué le pasa hoy al niño? ¿No vas hoy a las carreras?
En el original, el diálogo es el mismo, pero la dicción y el tono son bastante diferentes:
“Want to go to lunch?” I asked Mike.
“Sure, kid. Yeah I can do it. What’s the matter? Aren’t you going to the track?”
Para empezar, la pregunta es: «¿Quieres ir a almorzar?», o de manera un tanto más coloquial: «¿Almorzamos?», que representa mejor la construcción en el inglés, en la que Hemingway omite el «Do you», ya que la forma coloquial acepta dicha incorrección gramatical. La traducción de la respuesta de Mike también tuerce el original. El término «kid», por ejemplo, que en inglés significa niño o persona joven, pero que en el uso informal casi siempre sirve para crear una relación afectuosa entre dos personas, aunque éstas sean adultas (recordemos a Bogart en Casablanca: «He’s looking at you, kid»). De modo que la frase habría sido mejor traducida como: «Por supuesto, chico», que corresponde con la acepción No. 5 de «chico», según el diccionario de la Real Academia Española. El resto del diálogo es igualmente problemático, pero por razones de espacio, dejémoslo allí.
El segundo ejemplo viene de una obra más reciente, City of Glass de Paul Auster, traducida como Ciudad de cristal. En ésta, el traductor violenta con frecuencia la estructura de párrafos que Auster usa para crear el ritmo en su narración. El diálogo entre Peter Stillman y su esposa aparece así en la traducción:
—Ya es la hora, Peter —dijo — . La señora Saavedra te está esperando.
Peter la miró y le sonrió.
—Estoy lleno de esperanza —dijo.
Virginia Stillman le besó tiernamente en la mejilla.
—Despídete del señor Auster —dijo.
Mientras que en el original aparece de esta manera (noten la estructura de los párrafos):
“It’s time now, Peter,” she said. “Mrs. Saavedra is waiting for you.”
Peter looked up at her and smiled. “I am filled with hope,” he said.
Virginia Stillman kissed her husband tenderly on the cheek. “Say good-bye to Mr. Auster,” she said.
Estos ejemplos son sólo una muestra del tipo de traducciones al español que se encuentran en casi todas las librerías. En todas ellas hay un método que opera en el fondo, una política que rige estas decisiones, una línea editorial: el esfuerzo de traducción se ha concentrado no en recrear un texto extranjero en español, sino también en traducir el bagaje cultural de la lengua de origen a una visión del mundo española, en el sentido más restrictivo del término. Hay algo sin duda extraño cuando un rudo buscavidas del sur de los Estados Unidos dice «vale», o un cocinero de Nueva York, que no es español, insulta diciendo «gilipollas».
¿Qué es lo que anda mal? Quizá una pista venga del discurso que Friedrich Schleiermacher diera en 1813 sobre el tema de la traducción. Según Schleiermacher hay dos grandes escuelas de traducción: «Bien el traductor deja en paz al autor, tanto como le sea posible, acercándole el lector; o bien deja al lector en paz, tanto como le sea posible, acercando al autor». En otras palabras, una escuela de traducción nos permite acercarnos a la lengua y la cultura original, mientras que la otra traduce la lengua y la cultura original en términos de nuestra cultura y nuestra lengua. Esta última es la escuela que prevalece en nuestros días.
Uno de los problemas de esta última es que ha hecho pensar a todo el mundo que el ideal de la traducción es la fluidez, entendida como aquella que no introduce términos, construcciones gramaticales, ni referencias que no nos sean familiares. Es una posición difícil de sostener, ya que si los lectores fuéramos tan ensimismados, los peruanos, por ejemplo, nos negaríamos a leer autores argentinos y viceversa. El otro problema, más grave, es que la traducción se hace, en el caso del español, del texto y la cultura de origen a la cultura y el idioma del español de España. En ese contexto, que un criminal diga «gilipolleces», o que un «niñato» diga «guarradas» parece natural para el lector ibero, pero no para el Latinoamericano.
Me atrevo, bastante a contracorriente, a proponer que ya es tiempo de que las traducciones empiecen a seguir la primera escuela a la que se refiere Schleiermacher, aquella que nos permite acercarnos lo más posible a la lengua y a la cultura del texto original. Una forma de traducir que, en palabras de Venuti, «cuestione los códigos culturales de la lengua destino… desviándose de las formas coloquiales para recrear una experiencia de lectura extraña», en el sentido de diferente, nueva y fresca.
Esta forma de traducir puede resultar más enriquecedora ya que nos da más herramientas para conocer el mundo extraño, diferente, que es la cultura de donde viene el texto que leemos. Estoy de acuerdo con Venuti cuando dice que es posible hacer de la traducción una forma de resistencia contra el «etnocentrismo y el racismo, contra el narcisismo cultural y el imperialismo», síntomas que se ven claramente en la mayoría de las traducciones actuales.
¿Es demasiado pedir? Creo que no. En principio porque como lector tengo el derecho de declararme en rebeldía, evitando leer traducciones que me quieren forzar a ver el mundo de una sola manera. Pero quizá, más importante, porque sería un tipo de traducción que exigiría mucho más apoyo del mundo editorial a la labor del traductor. También porque enriquecería nuestra experiencia como lectores, haciéndonos partícipes de otras formas de ver el mundo, en lugar de leer todas las novelas como si fueran «remakes» hechos en España. Por último, porque hay traductores que ya lo están haciendo. El traductor de Auster, por ejemplo, tiene más de un momento afortunado. En inglés, Robert Fagles traduce La ilíada y La odisea, recreando una cadencia que recuerda la lengua de origen. En español está Luis Murillo Fort, que traduce La carretera de Cormac McCarthy, respetando el parco estilo, la peculiar forma de escribir los diálogos y, en su mayor parte, sin traducir el mundo fronterizo de la novela a un equivalente español.
Creo que no es mucho pedir en una época en la que resulta urgente entender mejor nuestras diferencias culturales.
7 Comentarios en “Hijos de Babel”
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De acuerdo contigo José. También hay que tener en cuenta que el escritor es un artista de la palabra, usa este elemento de una forma peculiar que hace de su obra algo único, le imprime su estilo, sus palabras, sus formas particulares. Estos elementos hacen ya que la traducción sea un arte en sí mismo, uno que debe replicar el original. Recuerdo una traducción de Murakami en la que un personaje le dice a su chica «estuvo buena tu felación» ¿Quién diría eso? Lo más cercano sería «¡me gustó tu chup… o mama.…!» Y ni qué decir de las traducciones en la tele y el cine.
Ya era hora de remecer adaptaciones. Creo que la nueva escuela de traductores debería incluir a escritores que vayan o estén trajinando por la misma línea de los artistas mostrados a otras latitudes, traidoramente ‘traiducidos’. No soporto, sobre todo, la jerga española. Por ejemplo, un Trópico de Capricornio traducido al peruano iría tan a tono con la irreverencia explosiva de un Miller…
…O sea que las ediciones españolas de escritores latinoamericanos serían una re-alienación…
Entonces que cada país latino lance una línea estandarizada de libros “acontextualizados”, con tirajes cabales para ese tipo de bestezuelas consumistas a quienes les gusta que les hablen en su “entornofonía”.
Hola, José,
Creo que te interesará leer un artículo muy pertinente al respecto del NY Review de 2007, por Orlango Figues: «Tolstoy’s Real Hero». Es una reseña de la traducción que hicieron Richard Pevear y Larissa Volokhonsky, de Guerra y Paz, al inglés (http://www.nybooks.com/articles/archives/2007/nov/22/tolstoys-real-hero/?page=1). Y de paso te cuentan de los intentos, los tropezones, y hasta los «cánones» de las traducciones inglesas de la literatura rusa, desde la era victoriana al presente. Me gustó el artículo y te lo recomiendo.
un abrazo
albto.
Valen todos los esfuerzos por mejorar la calidad de traductores y traducciones. Lo cierto es que por muy lograda que sea una traducción nunca se acercará al original. Alguien dijo alguna vez que lo menos que hacen los mejores traductores es copiar del autor lo que pueden reconocer en sí mismos.
Saludos…
Tomando en cuenta la cultura del autor, más la cultura del traductor, y la cultura del lector, tenemos una enorme complejidad: tres culturas que conversan sin comprenderse del todo. Mi pregunta sería ¿cómo está la poesía si así tenemos a la narrativa?
Estimados amigos, Gracias por los comentarios. Alberto, gracias por el artículo. Por supuesto, Nabokov lo expresa de una manera muy concisa cuando dice sobre la traducción que: «El tercer grado de torpeza, después de los errores obvios y el omitir pasajes difíciles, ocurre cuando una obra maestra es amasada y aplastada hasta darle una forma vilmente embellecida de modo que se acomode a las creencias y prejuicios de un público dado.»
¡Gracias, José! Necesitamos personas como tú.
Luis