El escritor en el espejo
Gide, quien llevaba una bitácora de sus proyectos literarios, escribe en 1893 acerca de una de sus pequeñas idiosincracias de escritor. Frente a su escritorio de trabajo hay un doble espejo en el cual se mira después de escribir cada oración. Según sus palabras, su reflejo le «hablaba y escuchaba», lo «acompañaba» y le «daba aliento». Esta idiosincracia no debería entenderse como una forma de narcisismo. Todo lo contrario. Pocos años antes del cambio de siglo, Gide es uno de los primeros en abordar una preocupación recurrente entre los escritores del siglo XX.
Para Jacques Lacan el estadio del espejo es el momento en el que el niño, al reconocer su reflejo, empieza el crucial proceso de la construcción del ego. Este proceso, que dura de los seis a los dieciocho meses, es fundamental para el proceso siguiente, que permitirá al niño integrarse en un mundo que confronta su identidad con una serie de regulaciones externas (el mundo simbólico). Para algunos críticos, como Jenijoy La Belle, Lacan olvida que, además, este proceso crea la ruptura infranqueable que nos separa del mundo que nos rodea. Para Margaret Atwood, el espejo afirma la identidad masculina, pero se convierte también en una cárcel para la identidad femenina. Sea cual fuere el partido que tomemos, cada vez que nos miramos al espejo, nuestro reflejo forma parte de ese proceso mental al que llamamos «yo».
Quizá Gide no haya sido el primer escritor en trabajar frente a un espejo. De hecho, es muy probable que otros escritores, desde Cervantes hasta Flaubert lo hayan hecho. Sin embargo, resulta extraordinario que mientras otros trataban de entender la construcción del yo, Gide se preocupara de un proceso opuesto: el desdoblamiento que sufre todo escritor. No se trata, por supuesto, de la idea postmoderna de la fragmentación del yo, sino de una extraña separación que ocurre en el momento de la creación, una separación que, aunque no nos resulte del todo clara, afecta a todo escritor, aunque éste no esté consciente de ello.
Ernest Hemingway, a quien le gustaba escribir también sobre el proceso de escritura, no habla sobre el tema. Resulta raro que en Paris era una fiesta —donde escribe de manera meticulosa sobre sus pequeñas idiosincracias de escritor, incluyendo sus pausas para comer mandarinas— no reflexionara sobre este desdoblamiento del escritor. Por supuesto, no tenía la menor obligación de hacerlo. Sin embargo, resulta peculiar, ya que está documentado que durante su estadía en Londres, le gustaba escribir frente a un espejo.
En una fotografía granulosa en blanco y negro, vemos a un Hemingway, de quizá unos sesenta años, releyendo un pasaje que acaba de escribir. El papel todavía está en el rodillo de la máquina de escribir. El escritor, en un gesto inconsciente, aunque quizá haya sido cuidadosamente posado, se pasa los dedos por la barba mientras evalúa —quizá usando su famoso «detector de basura»— la media página ya escrita. Frente a él hay un espejo que lo refleja de pies a cabeza. Si Hemingway se mirara al espejo, no estaría mirándose a sí mismo como escritor, menos aún en el acto de escribir (porque la lectura también forma parte del proceso), sino más bien vería al otro Hemingway, el que corría por las calles de Pamplona, el que se cayó de un avión, el que un 2 de julio de 1961 logró la tenebrosa hazaña de pegarse un tiro con una escopeta.
No sabemos si Borges escribía frente a un espejo. Teniendo en cuenta su parcial ceguera, es muy probable que no lo hiciera. Sin embargo, Borges articula con la concisión que lo caracteriza la preocupación que sin duda rondaba la cabeza de Gide. En «Borges y yo» afirma: «Al otro… es a quien le ocurren cosas.» El «otro», por supuesto, es el escritor. Citando a Spinoza, Borges afirma que es en el «otro» en quien ha de perseverar, ya que él está destinado a perderse. Sin embargo, cuando parece claro que Borges afirma que hay dos «personas» que cumplen roles diferentes de acuerdo al momento de vida específico, Borges se pregunta cuál de los dos escribe el texto. Quizá Gide, cuando levantaba la mirada después de terminar cada oración, también se preguntaba, aunque fuera por un segundo, quién era el que miraba desde el espejo.
Más recientemente, tenemos noticias de que José Saramago, siguiendo la tradición, también escribe frente a un espejo. En «Carta de José a José» dice: «Desde este lado de la mesa o desde el espejo, vas siguiendo las palabras invertidas.» El verso añade una observación sencilla pero contundente. Cuando un escritor se detiene para mirarse en el espejo, no ve al “otro”, sea cual fuere su definición, sino a una imagen invertida de éste, y, por lo tanto, inexacta. Parece que al acto de mirarse al espejo, que podría entenderse como el descubrimiento de ese “otro”, hay que añadirle la complicación de que ese reconocimiento ha de ser parcial.
Pero quizá quien ha respondido mejor a la preocupación de Gide, articulada por Borges, es la novelista norteamericana Joyce Carol Oates. En «JCO and I (after Borges)» le da vuelta al texto al que sin duda responde. «De hecho, es a la “otra” —escribe Oates— a quien nunca le pasa nada». Oates no está preocupada tanto por el desdoblamiento de la identidad, ni por las zonas ambiguas, las costuras que mantienen la ilusoria unidad, porque la «otra» no parece ser, a diferencia de Borges, un ser corpóreo en el acto de escribir, sino más bien el proceso mismo de la escritura, que en su caso ha producido más de noventa libros. La palabra clave es, por supuesto, «proceso», el fenómeno de la mente y el cuerpo que produce un texto literario. Como proceso, como estado mental, es imposible verlo, aunque se apodere del cuerpo amenazándolo en convertirlo en un «otro». Cosa que Oates también señala cuando, al final de su breve ensayo, afirma: «Por primera vez no es ella, sino yo, la que escribe estas páginas. O eso me parece».
Para un escritor nada de esto es completamente nuevo, ya que, aunque no lo haya articulado, ni se lo haya planteado como un problema ontológico, todo escritor comprende que al momento de escribir está a merced de una serie de procesos, algunos difíciles de comprender, que por unos momentos, unas horas, si tiene suerte, lo convierten en otra persona. Es quizá un proceso. Es quizá un otro quién toma posesión del escritor para producir un texto, de la misma manera que es un otro quién toma posesión de cualquiera que practique un oficio en concentración total — desde un zapatero hasta un neurocirujano. Sin embargo, a mi parecer, lo que tanto Borges como Oates parecen olvidar es que para poder comprender ese aparente desdoblamiento hace falta un observador, una cierta inteligencia que es capaz de comprender la diferencia entre la persona que escribe y la persona que prepara el desayuno, sea que lo veamos como un proceso o no. Este «observador» es, en suma, el que intuye el desdoblamiento, aunque no pueda resolverlo de manera definitiva. Es el observador quien se capaz de tener la distancia necesaria para preguntarse, «no sé cual de los dos escribe esta página». O para afirmar: «no es ella, sino yo, la que escribe estas páginas. O eso me parece».
El siglo XIX dio a luz la idea romántica del escritor como vehículo por medio del cual hablaban la inspiración, un poder superior, inefable y difícil de definir (aunque algunos teóricos postmodernos no vacilarían en afirmar que, sí, hay algo que habla a través de todo escritor). El siglo XX empezó con el complicado desdoblamiento que intuye Gide cuando se mira al espejo, para llegar a la fragmentación del sujeto postmoderno, fragmentación que también abarca al escritor. Quizá en este siglo que empieza, la preocupación se torne al «observador», ese proceso mental que nos permite ser conscientes de la fragmentación del yo.
Un comentario en “El escritor en el espejo”
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fantástico