Hacer del hambre un arte
Cuando se menciona a Kafka, la mayoría tiende a recordar de inmediato «La metamorfosis» («Die Verwandlung»), que al parecer es su cuento más conocido, aunque quizá no sea necesariamente el mejor. «La metamorfosis» debe su fama, por un lado, a su factura expresionista dura que sin concesiones empuja la lógica de su idea central hasta las últimas consecuencias. Pero también al hecho de haber recibido muy buena publicidad.
Elias Canetti lo usa como el tema central de The Writer’s Profession (1976). García Márquez, por otro lado, dice que cuando leyó la famosa primera oración —«Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto»— estuvo a punto de caerse de la cama. Nabokov, echando mano a sus conocimientos de entomólogo, probó más allá de toda duda que el insecto en el que Gregor Samsa se convierte no es una cucaracha sino un escarabajo. Por último, hay por lo menos siete versiones cinematográficas recientes, desde Die Verwandlung (1975) de Jan Nemec, hasta Atvaltozas (2009) de Sandor Kardos, filmada desde el punto de vista de Gregor Samsa, con una lente que trata de semejar la visión de los escarabajos.
Todo esto está muy bien, pero la popularidad del famoso cuento de Kafka hace que se olviden otros que tal vez sean tan buenos, si no mejores. De modo que voy a ir a contra corriente para sugerir que quizá el mejor cuento de Kafka no sea «La metamorfosis» sino «El artista del hambre» («Ein Hungerkünstler») publicado cinco años después, en 1924. El cuento, narrado en tercera persona, pero focalizado en el punto de vista del artista del ayuno, escapa el arnés expresionista para construir un universo paralelo cuyas diferencias con el nuestro lo dotan de una riqueza que lo instala en la primera fila de la literatura del siglo veinte.
«El artista del hambre» empieza de una manera avasalladora:
–En los últimos decenios, el interés en los ayunadores profesionales ha disminuido notablemente. Solía ser un buen negocio el organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, pero en estos días resulta imposible.
Es un principio que atrapa la atención de inmediato, pero lo hace con una estrategia sutil. Para empezar, como todas las buenas ficciones, en lugar de tratar de convencernos de algo, lo presenta como si fuera un hecho dado, más allá de toda duda, logrando así un enorme poder de persuasión (todas las grandes narraciones tiene esta característica desde Don Quijote hasta Mi nombre es rojo). La siguiente oración afirma la primera, extendiendo el fondo histórico del cuento, convenciéndonos de que en ese universo paralelo el ayuno es un espectáculo masivo así como en el nuestro ahora podría ser un concierto de Shakira.
En el resto del cuento nos enteramos de la historia del ayunador profesional —nunca nombrado— que en su época de gloria es capaz de asombrar a toda una ciudad ayunando cuarenta días sentado en la jaula donde vive. Podría entenderse que estos cuarenta días son un paralelo a la estadía de Cristo en el desierto. Sin embargo, en lugar de recurrir a esa salida fácil, Kafka le da una vuelta al simbolismo para restituirlo a la realidad ficcional del cuento. Cuando el artista termina la proeza de ayunar los cuarenta días, hay una fanfarria de trompetas y el público se va satisfecho, pero éste, por el contrario, queda descontento. Si ha ayunado cuarenta días, ¿por qué no intentar un reto mayor? En otras palabras, ni el reconocimiento del público, ni la compensación monetaria es lo que lo mueve, sino su ambición artística.
El ayunador profesional pasa muchos años de insatisfacción artística, años en los cuales el interés del público empieza a declinar, aunque el suyo no mengüe. Ya demasiado viejo, abandonado por su público, el empresario lo entrega en su jaula a un circo donde se convierte en una simple rareza, ya que nadie es capaz de entender el poder de su arte. El público desaprensivo apenas examina su jaula antes de acercarse a una más llamativa que la suya, hasta que por fin, cuando el cartel que lo anuncia se vuelve ilegible, ya nadie le presta atención. Abandonado, el artista del hambre muere, y el inspector del circo decide colocar en su jaula una joven pantera, cuyo vigor y alegría de vivir, produce alivio en quienes habían visto la jaula vacía por mucho tiempo.
Debido a su estructura abierta, este cuento excepcional permite diferentes lecturas. Por ejemplo, como una alegoría de la disociación del arte con respecto al público. Éste último no es capaz de ver más allá del espectáculo. El artista, por otro lado, está demasiado interesado en comprender su arte, sin importarle si es apreciado por el público, aunque al final, ni siquiera él mismo pueda entenderlo. Tanto público como artista parecen existir en mundos paralelos que no se tocan, cosa que no resulta del todo insólita en nuestro tiempo.
Sin embargo, la lectura que más me gusta tiene que ver con el concepto de «lo extraño» que Freud discute en su Das Unheimliche (1919). Según Freud, «lo extraño» es aquello que exhibe características familiares pero sin embargo resulta perturbador. Es un efecto que también describe Clive Thompson en «Why Realistic Graphics Make humans Look Creepy» (1978). En su artículo Thompson comenta que cuando el japonés Masahiro Mori empezó a diseñar androides notó que si éstos no se parecían mucho a los humanos —digamos R2D2— no había problema, pero si empezaban a parecerse demasiado, entonces producían el efecto perturbador que Freud describe como «das unheimliche».
En el cuento de Kafka, el artista del hambre parece ofrece rasgos familiares —con respecto a otros artistas, así como con la práctica del ayuno, logrando atraer la atención del público— pero también parece producir en éste una extraña incomodidad. El cuento crea así una disonancia de significados que puede servir como un punto de entrada para otra forma de ver el mundo. No sería raro que Kafka hubiera leído a Freud. Lo que resulta extraordinario es que el cuento logre ese efecto con tanta naturalidad.
Éste es uno de mis cuentos favoritos. Sin embargo, me atrevo a sugerir que aparte de una preferencia personal «El artista del hambre» ha tenido un impacto que muy pocos reconocen. Resulta fácil de ver, por ejemplo, que Ítalo Calvino lo tuvo en mente cuando escribió El barón rampante, la hermosa novela en la que Cosimo, el personaje principal, es un niño que decide pasar el resto de sus días encaramado en las copas de los árboles. Tampoco resulta imposible que García Márquez tuviera en cuenta la imagen del viejo artista del ayuno encerrado en su jaula cuando escribió «Un señor muy viejo con alas muy enormes». También hay reflejos del cuento de Kafka en algunos personajes de Bolaño, notablemente el escritor Raoul Delorme, cabecilla de los escritores bárbaros, que aparece en Estrella distante.
El impacto de este cuento puede verse inclusive más allá de la literatura. «El artista del hambre» es, en buena cuenta, un pionero del arte contemporáneo de «performance» basado en el cuerpo, una forma que empieza a practicarse en la década de 1970, cuando Carolee Schneemann presenta su famosa «Interior Scroll» (1975). La artista empieza leyendo un texto, pero pronto se quita la ropa hasta quedar desnuda, sube a una mesa, y estando allí, extrae de su vagina un largo rollo de papel cuyo texto va leyendo a medida que va emergiendo.
Un ejemplo más reciente podría ser Lilo Kinne con su «Multidimensional Art», que consiste en que los cuerpos desnudos de sus modelos sean cubiertos con pintura fresca de diferentes colores, pare que éstos, al frotarse los unos con los otros, produzcan diseños impredecibles. En el otro lado del espectro está Ron Athey, que en su «performance» llamada «Center of Attention» usa un cuchillo para hacerse cortes en el cuerpo, dando siempre la impresión de que está a punto de matarse. Imposible no sentirse movido por la sangre que brota de sus heridas. En todos estos casos, el efecto es muy parecido al del cuento de Kafka: se muestra algo que parece familiar pero que al mismo tiempo resulta perturbador.
La influencia de Kafka en la literatura del siglo veinte está más allá de toda duda. Pero tengo la impresión de que en muchos análisis ésta se reduce a una novela —El proceso— y un cuento —«La metamorfosis»— olvidando que hay otros textos cuya factura merecería un reconocimiento mayor. Mientras que «La metamorfosis» ha merecido numerosas adaptaciones al cine, «El artista del hambre» cuenta con una solitaria adaptación en la técnica de «stop motion» hecha por Tom Gibbons en el 2002. Sin embargo, espero que después de leer o releer este cuento compartan mi entusiasmo y que en el futuro sea más discutido y conocido.
Un comentario en “Hacer del hambre un arte”
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Qué excelente análisis del magistral cuento llamado «El artista del hambre».
Mis felicitaciones.
Uno de los mejores cuentos en la historia de la literatura.
Un fuerte abrazo.