Para narrar ha nacido

Harold Crick (Will Ferrell) se rebela contra la «narradora» de su historia, la escritora Karen Eiffel (Emma Thompson).
En toda ficción hay un personaje que nace listo para cumplir su función, y muere, o por lo menos desaparece, tan pronto como ha cumplido su propósito. Es el ser efímero de la ficción. Usualmente se lo conoce como el «narrador». El nombre se presta a veces a ciertos malos entendidos, pero su parentesco con los narradores orales le otorga un pedigree difícil de refutar.
El narrador en ficción es la «inteligencia» que cuenta la historia. Entre sus características, la que menos se discute es el hecho de que esa inteligencia tiene una consciencia, lo que quiere decir una forma particular de ser en el mundo, cuyo bagaje intelectual y emotivo «tiñe» la narración de principio a fin. Este personaje, como dice Vargas Llosa, es el primero que debe inventar un autor. También es el único personaje condenado a desaparecer cuando termina la ficción.
Una de las cosas que a veces causa confusión es que hay autores —como Paul Auster o Roberto Bolaño— que crean una ::persona:: literaria muy parecida a ellos mismos para cuente sus historias. Esto hace que algunos tomen las palabras del narrador como si éstas vinieran del autor. Sin embargo, vale la pena recordar que no importa cuántas coincidencias existan entre ambos, el autor es un ser carne y hueso, mientras que el narrador es un ser imaginario que cobra vida al principio de una ficción y desaparece después de entregarnos la última palabra.
Hay otra instancia en la cual el autor le da la voz a un personaje. Se trata de los diálogos. Sin embargo, éstos aparecen siempre embebidos en la voz del narrador, inclusive en casos como en «Colinas blancas como elefantes» de Hemingway, donde parece que el diálogo nos cuenta toda la historia. De modo que, por ahora, voy a restringir esta breve discusión al narrador.
Me atrevo a sugerir que la consciencia —con todo lo que esto implica— es el ingrediente más importante del narrador. Quizá la segunda en importancia sea la voz, que corresponde a las palabras que encontramos en el papel, y que van creando el mundo imaginario de la ficción. Esta voz puede situarse en tres ejes con respecto a la narración. El primero es la «distancia temporal». Esto generalmente se establece por el tiempo verbal usado. De modo que, teniendo en cuenta los tiempos simples, tendríamos:
Pretérito: «Llegó al pueblo buscando la piedra filosofal.»
Presente: «Llega al pueblo buscando la piedra filosofal.»
Futuro: «Llegará al pueblo buscando la piedra filosofal.»
El pretérito, adoptado desde la época de Don Quijote, es el más usado hasta hoy, por lo que no resulta extraño que por la alquimia de la ficción se haya convertido en el presente de la mayoría de narraciones. Sin embargo, en el siglo veinte se ha vuelto popular el tiempo presente, que crea un sentido de urgencia e incertidumbre, quizá apropiado para la sensibilidad del «siglo de la desconfianza». Coetzee, por ejemplo, narra todas sus novelas en presente, que se adapta muy bien a su estilo lacónico y mesurado.
El segundo eje es la relación que tiene el narrador con respecto a lo narrado. De modo que podemos tener un narrador que es personaje de la ficción que narra. Es el caso, por ejemplo, de Thomas Fowler en El americano impasible. También puede darse que el narrador sea testigo de lo narrado, como en el famoso caso de Ishmael en Moby Dick. En ambas novelas el narrador nos cuenta la historia desde un «yo». La gran limitación de este narrador es que sólo puede relatarnos lo que pasa por su consciencia. Cosa que, dependiendo del tipo de historia, puede resultar una ventaja.
También es posible que el narrador use la segunda persona, lo cual crea cierta ambigüedad con respecto a la situación de la persona a la que el narrador se dirige cuando éste dice «tú». Puede que se trate de un personaje, como es el caso en La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa, donde el narrador le habla a Urania Cabral. Puede que el narrador le hable directamente al lector. Si en una noche de invierno un viajero de Ítalo Clavino, por ejemplo, empieza con: «Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Ítalo Calvino». El «tú» también puede crear la ambigüedad de si se está hablando a un personaje o al lector, forzando la identificación de éste con aquél, como ocurre en Aura de Carlos Fuentes.
Por último, en este segundo eje, el narrador puede relatar la ficción desde fuera, usando la tercera persona. También en este caso hay variantes. Éstas dependen de cuánto sabe el narrador sobre el mundo narrado. El narrador clásico, el de Anna Karenina, por ejemplo, lo sabe todo sobre el mundo narrado. Puede acceder a la consciencia de los personajes, sabe qué ocurrió antes que éstos nacieran, qué ocurrirá después de que éstos mueran, así como los eventos que ignoran. Es un narrador omnisciente.
Al otro extremo está el narrador que funciona como una cámara de cine: sólo nos cuenta lo que está al frente, ignorando el mundo interior de los personajes, y, a veces, evitando alejarse de donde ocurre la acción. Es el caso de Le Voyeur de Alain Robbe-Grillet. Este narrador objetivo es el más empobrecedor de la ficción ya que omite el mundo interior de los personajes.
Entre estos dos extremos, hay un narrador que aunque parece omnisciente, ::limita:: su acceso a la conciencia de pocos personajes, casi siempre uno sólo por cada escena. Este narrador, que de alguna manera evoca la experiencia que tenemos en el mundo, se convirtió en uno de los más populares durante el siglo veinte. Lo usa James Joyce en «Los muertos», y con la misma maestría lo usa Ian McEwan en Amsterdam.
El tercer eje en el que se mueve el narrador, en especial si usa la tercera persona, es la distancia emotiva con respecto al personaje. En otras palabras, cuán cerca se sitúa la consciencia del narrador con respecto a la consciencia del personaje. No es lo mismo, por ejemplo, decir: «Kumar entró en un bar donde no conocía a nadie», que decir: «Kumar entró al bar. Maldita sea, ninguna cara conocida». En el último caso, aunque la narración cuenta lo mismo, viene con las palabras que usaría el personaje.
Quizá la mejor forma de entender al narrador en la ficción sea leer algunos de las novelas que he mencionado líneas arriba. Mejor aún. Leer tantas que uno pueda entender intuitivamente cuál debe emplear al momento de escribir una ficción. Sin embargo, el estar consciente de qué narrador se emplea, puede ayudar a crear cierta consistencia en la narración. También está el hecho de que un aspecto tan técnico con el narrador en la ficción, como casi todo lo humano, está íntimamente relacionado con la historia.
Cuando empiezan a desmoronarse las ideas positivistas del siglo diecinueve, por ejemplo, también se empieza a abandonar el narrador omnisciente para abrazar formas que se acerquen más a la experiencia humana. El Ulises de Joyce y En busca del tiempo perdido de Proust son dos ejemplos de ese esfuerzo. También, como plantea Bajtín en su The Dialogic Imagination, es posible crear diferentes narradores, cada uno de los cuales contribuye a una narración, sin que ninguno de ellos esté superditado a una narrador central, cosa que refleja una sensibilidad más irreverente, menos dada a aceptar una autoridad central.
Espero que esta discusión, abusivamente teórica, tenga por lo menos la mínima virtud de alentarlos a que lean alguno de los textos mencionados, porque no hay nada mejor que un buen libro de ficción para sobrevivir cualquier teoría.
2 Comentarios en “Para narrar ha nacido”
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El papel del narrador ha sido muy valorado por los escritores del boom y, para algunos escritores, es precisamente el personaje principal de toda narración. Es importante, por ello, elegir el narrador idóneo a la historia que se ha de contar.
Apoyo incondicionalmente el último párrafo.
Fe de erratas: El autor de «El americano impasible» es Graham Greene y no Thomas Fowler (a quien no conozco).
Fe de erratas 2: Ignorar la fe de erratas anterior.