Los ortodoxos del lápiz rojo
Resulta curioso que la paradoja de hablar por escrito nos parezca tan natural. Quizá se deba a que resulta intuitivo reconocer que el diálogo en la narración goza de un status diferente del diálogo en la vida real. Sin embargo, hay algunos escritores que se agobian demasiado en su intento de «capturar» la realidad, sin darse cuenta de que el diálogo en ficción es una creación artificial que sólo puede crear el «efecto de realidad» del que habla Barthes. También mediante el diálogo, el narrador le da la palabra a un personaje, propiciando, cuando hay varias voces, la heteroglosia de la que habla Bajtin. Una rápida lectura de cualquier grupo de libros de ficción revela rápidamente que el diálogo es: 1. Una versión condensada de la realidad; 2. Sugiere más que «representa» la realidad; y 3. Sirve para un fin ulterior al de darle la voz a un personaje.
Para complicar las cosas, las convenciones de la presentación escrita del diálogo son variadas, cambiantes, y dependen de la cultura en que se imprima. De modo que en inglés, por ejemplo, se usan las comillas para «citar» el habla de un personaje. En español se usa el guión largo o raya. Y en el francés se usan indistintamente comillas o guiones largos. Esta variedad revela, entre otras cosas, que la representación del diálogo es enteramente convencional, aunque hay, por supuesto, aquellos que desearían imponer a rajatabla una sola forma de representar el diálogo en la ficción.
En español, la convención moderna de usar el guión largo es una invención relativamente reciente. Lo descubrí cuando trabajaba en mi primera novela. Como necesitaba múltiples niveles de diálogo recurrí a varias fuentes. Ninguno de los señores que ofrecía reglas rígidas para la representación del diálogo me pudo dar una solución que fuera satisfactoria, no sólo desde el punto de vista de la diferenciación del personaje que habla, sino también en la presentación estética del texto. Me negaba a que mi novela pareciera un programa de computadora. Como en otros aspectos técnicos, la respuesta me la dio un viejo maestro. Estaba un día revisando libros en la biblioteca de la universidad cuando me topé con una edición facsimilar del Quijote de 1605. Después de abrir una página al azar, caí en el Capítulo III, que, como recordarán, narra el episodio en que don Quijote le pide a un ventero que lo ordene caballero. El capítulo empieza:
Y así fatigado deste pensamiento abrevió su venteril y limitada cena, la cual acabada, llamó al ventero, y encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él diciéndole: no me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano. El ventero que vió á su huésped á sus piés, y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía. No esperaba yo ménos de la gran magnificencia vuestra, señor mío, respondió D. Quijote; y así os digo que el don que os he pedido y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana…
La solución que sugería Cervantes, y quizá que era la norma en su época, era el diálogo embebido. Con cierta inseguridad convertí todos los diálogos de mi novela a este formato, y el resultado quizá no estaría a la altura de Cervantes, pero era igualmente legible y no comprometía la estética de la página impresa. Esta convención, que podría parecer arcaica, todavía sigue vigente en no pocas ediciones del Quijote de fines del siglo diecinueve.
El siglo veinte impone el uso del guión largo, aunque al principio las convenciones todavía no parecían claras. En una edición de El libro del cielo y del infierno de Borges y Bioy Casares aparecida en los años 1950, se puede leer:
—Bueno —dije— imagine una madre joven que haya perdido su hija, y…
—¡Sh! —me dijo— Mire.
Noten la ausencia de puntuación después del guión que cierra la acotación. No creo que los dos autores, al revisar las pruebas de galeras, simplemente hayan olvidado de revisar la puntuación. Parece más bien una elección consciente que quizá seguía el uso de la época. Todavía no se imponía la ortodoxia que ahora, desde muchas páginas de Internet, quieren imponer una única forma «correcta» de escribir los diálogos en la ficción.
Felizmente, hay autores que se rebelan, entre otras cosas, contra las convenciones de la puntuación de los diálogos. No son pocos ni desconocidos. James Joyce, por ejemplo, se rebela contra la norma anglosajona que exige el uso de comillas. Prefiere una versión peculiar de los guiones largos, sin duda aprendida en el continente, pero que resulta perfectamente legible. En «The Dead», el cuento que cierra Dubliners, se puede leer:
—Tell me, Lily, he said in a friendly tone, do you still go to school?
—O no, sir, she answered. I’m done schooling this year and more.
Por supuesto, la puntuación de Joyce se respeta hasta hoy, aunque algún editor ortodoxo anglosajón podría haberse visto tentado a cambiar dicho diálogo a:
“Tell me, Lily,” he said in a friendly tone, “do you still go to school?”
“O no, sir,” she answered. “I’m done schooling this year and more.”
Y en una traducción al español (que no tengo a mano) imagino que el diálogo aparecería como:
—Dime, Lily —dijo en un tono amigable — , ¿todavía vas a la escuela?
—Oh, no, señor —respondió ella — . Ya no iré a la escuela este año ni los siguientes.
Gabriel García Márquez se rebela contra la convención de los guiones en la primera edición de Doce cuentos peregrinos, publicada con Oveja Negra, donde los diálogos aparecen entre comillas, a la manera anglosajona. En una edición posterior, ya bajo el sello Norma, le enmiendan la puntuación, cambiando todas sus comillas por guiones largos.
José Saramago, además de imponer sus propias reglas de puntuación, escribe sus diálogos embebiéndolos en la narración a la manera de Cervantes. Resultaría interesante saber qué dirían los ortodoxos de la convención moderna confrontados con Ensayo sobre la ceguera. Saramago ha logrado que le respeten la puntuación en casi todos los idiomas a los que ha sido traducido (imagino que en japonés los problemas son otros).
Quizá no se puede cerrar esta brevísima lista de los rebeldes del diálogo sin mencionar a Cormac McCarthy, que, además de usar a lo mucho una coma por página, ignora la convención anglosajona de las comillas para los diálogos. Es una suerte que la edición en español de Mondadori no haya estado a cargo de un ortodoxo del diálogo, y le hayan respetado la puntuación y el formato.
Lamentablemente, éste no siempre es el caso con los escritores traducidos. Paul Auster, por ejemplo, que repite en muchas de sus entrevistas que «el párrafo es el verso de la novela», no merece el mismo respeto. En City of Glass aparece el siguiente diálogo:
Mrs. Stillman blushed. “I just wanted you to know that what Peter said isn’t true.”
Quinn shrugged, took out a cigarette, and lit it. “One way or the other,” he said, “it’s not important.”
Noten que la descripción de la acción es parte del diálogo, precediéndolo, y creando cierta continuidad con éste, cosa que sin duda es un decisión consciente por parte de Auster. El ortodoxo de Anagrama que editó el texto, ignoró a Auster porque le parecía mejor seguir las «reglas», y el mismo diálogo aparece así:
La señora Stillman se ruborizó.
—Sólo quería que supiera usted que Peter no ha dicho la verdad.
Quinn se encogió de hombros, sacó un cigarrillo y lo encendió.
—Sea como sea —dijo — , no tiene importancia.
Lo cual rompe el ritmo narrativo, crea acciones desconectadas del diálogo, y, sobre todo, plantea una pregunta: ¿Qué tienen Saramago o McCarthy que no tenga Auster? La respuesta es simple: un editor inteligente, flexible, que entiende que las llamadas «reglas» no son sino convenciones al servicio de la ficción, y no al revés.
La realidad es que hay una cierta norma que es más o menos general en cada época. Pero también es una realidad que esa norma es arbitraria, y por lo tanto admite muchas variantes. Como otros aspectos de la ficción —el punto de vista, el tono, la distancia— el diálogo es una de las muchas convenciones que un lector aprende en las primeras páginas de una narración dada. Esta convención puede ser inesperada, como en el caso de Saramago, pero una vez planteada, pasa a un segundo plano, quedando al servicio de la narración, pero sin interrumpirla. Después de todo, si la ficción es el espacio de libertad para la imaginación, ¿por qué no habría de serlo también para las convenciones narrativas?
6 Comentarios en “Los ortodoxos del lápiz rojo”
Deja un comentario
Absolutamente de acuerdo contigo. Después de todo, cada tiene su «propia respiración» al «hablar».
Un abrazo.
tienes razon, mientras el lector pueda captar el dialogo, la forma como se maneje es cuestion del escritor, (como tambien se usa el corrido «bayly»), creo que tus mejores dialogos los manejas en cuentos
un abrazo
Oscar, gracias por el comentario. Un abrazo.
eric, Gracias por tus comentarios. Un abrazo.
tienes razon, mientras el lector pueda captar el dialogo, la forma como se maneje es cuestion del escritor, (como tambien se usa el corrido «bayly»), creo que tus mejores dialogos los manejas en cuentos
un abrazo
Totalmente de acuerdo. Cada autor desea imprimirle a su dialogo unas caracteristicas particulares, una fluidez especial. Son ritmos que los editores deberian respetar, antes que pasar a cumplir reglas rigidas que le quitan caracter al texto.