Déjame que te cuente
Los inventores del cine, quizá debido a que este medio era radicalmente nuevo, no se dieron cuenta de las posibilidades de su invento. Se contentaron con mostrar la imagen en movimiento que, para entonces, parecía bastante. Los primeros cineastas, aunque comprendieron la capacidad narrativa del cine, pensaron que tenían que inventarlo todo, ignorando por un tiempo el gran bagaje de técnicas ya desarrolladas por la novela. De modo que vemos a Méliès, que es un pionero sin lugar a dudas, narrando sus historias dentro de las limitaciones (conceptuales, no técnicas) de efectos en cámara y decorados teatrales. El norteamericano Porter, uno de los primeros en empezar a producir películas comerciales, arriesga un poco más, pero todavía sin explotar del todo el nuevo medio. Me atrevo a sugerir que si uno de ellos hubiera estudiado con cuidado a los novelistas de la segunda mitad del siglo diecinueve, habría descubierto una serie de técnicas narrativas fácilmente adaptables al cine. Con el paso de los años, éste sería el caso, produciendo la primera gran época de oro del cine.
Habría tema como para un libro, pero para que esta entrada no sea demasiado larga — o aburrida — sólo voy a discutir dos técnicas cinematográficas anticipadas por los novelistas decimonónicos. Se trata de los planos cinematográficos y de la narración paralela. Cuando digo plano cinematográfico me refiero a lo que el cineasta decide acotar con el rectángulo que veremos en pantalla del cine. Estos planos van desde una «panorámica» que presenta una ciudad completa hasta un «plano detalle» (close up) que puede mostrar un objeto tan pequeño como las manecillas de un reloj pulsera. Cuando hablo de narración paralela me refiero a la técnica que plantea una línea narrativa, para luego suspenderla y empezar otra, que a su vez suspende, para retomar la primera, y así sucesivamente. Esta última, que parece una técnica de vanguardia, era, en realidad, el pan de todos los días para los narradores del siglo diecinueve.
Tomo el primer ejemplo de El hombre invisible, novela que H.G. Wells publica en 1897, y cuya popularidad ofrece cierta garantía de que los cineastas de entonces la hubieran hojeado. Imagino que, sobre todo, Méliès la tuvo en sus manos cuando estaba buscando una historia para una de sus primeras novelas (se quedó con Los argonautas del aire y Los primeros hombres en la luna) El primer párrafo de la novela de Wells abre así:
El desconocido llegó un día huracanado de primeros de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de una densa nevada, la última del año. Parecía haber venido caminando desde la estación del ferrocarril de Bramblehurst, trayendo en la mano bien enguantada una pequeña maleta negra. // Iba envuelto de los pies a la cabeza, y el ala del sombrero de fieltro le cubría todo el rostro, excepto por la punta brillosa de su nariz. // La nieve se había ido acumulando sobre sus hombros y sobre la pechera de su atuendo, formando una capa blanca que añadía peso a su carga. //Más muerto que vivo, entró tambaleándose en la posada Coach and Horses, y después de soltar su maleta, gritó: «¡Un fuego, por caridad! ¡Una habitación con un fuego!» // Dio unos golpes en el suelo y se sacudió la nieve junto a la barra.
Para facilitar esta discusión, he insertado, abusivamente, dos diagonales para dividir aquellas secciones que, a mi parecer, son un elemento narrativo comparable con los planos cinematográficos. El primero (desde «El desconocido» hasta «maleta negra»), es un «plano general», donde veríamos una calle nevada, por la que corre el viento, y por donde emerge un desconocido cargando una maleta negra. La imagen es extraordinariamente cinematográfica.
El segundo plano (desde «Iba envuelto» hasta «su nariz») es un acercamiento, un «plano medio corto», que muestra el sombrero de fieltro que oculta el rostro del desconocido y que apenas revela la nariz.
El tercer plano (desde «La nieve» hasta «carga») es un «plano detalle» que nos muestra los hombros y la pechera. Con un buen director de fotografía apreciaríamos la pesadez de la nieve.
El último plano (desde «Más muerto» hasta «fuego») es un «plano entero», dentro de Coach and Horses, que muestra la entrada del desconocido a la posada, luego, dependiendo del cineasta, podríamos pasar a un «plano detalle» para mostrarlo dando golpes en el suelo y luego volver al «plano general» para verlo sacudirse la nieve junto a la barra.
Este ejemplo no es una excepción, casi toda la novela está narrada con esta superposición de planos, que ahora, desde la ventajosa distancia del siglo veintiuno podemos identificar como cinematográficos, pero que en la época de Wells no eran más que los recursos usuales del novelista. Es cierto que no todas las novelas del siglo diecinueve son tan concisas, narrativamente hablando, pero aquellas que lo son, llevan al lector a lo largo de la historia con una fluidez cinematográfica.
También de la misma novela, veamos un segundo ejemplo que nos muestra cómo Wells, siguiendo la práctica de su tiempo, economizaba su narración asumiendo que su lector era capaz de entender la narración paralela. Más adelante en el primer capítulo, leemos:
[1] —Haré que los sequen en seguida —dijo [la señora Hall] llevándose la ropa de la habitación. Cuando iba hacia la puerta, se volvió para echar de nuevo un vistazo a la cabeza vendada y a las gafas azules; él todavía se tapaba con la servilleta. Al cerrar la puerta, tuvo un ligero estremecimiento, y en su cara se dibujaban sorpresa y perplejidad. «¡Vaya!, nunca», iba susurrando mientras se acercaba a la cocina, demasiado preocupada como para pensar en lo que Millie estaba haciendo en ese momento.
[2] El visitante se sentó y escuchó cómo se alejaban los pasos de la señora Hall. Antes de quitarse la servilleta para seguir comiendo, miró hacia la ventana, entre bocado y bocado, y continuó mirando hasta que, sujetando la servilleta, se levantó y corrió las cortinas, dejando la habitación en penumbra. Después se sentó a la mesa para terminar de comer tranquilamente.
[3] —Pobre hombre —decía la señora Hall — . Habrá tenido un accidente o sufrido una operación, pero ¡qué susto me han dado todos esos vendajes!
También aquí vemos el uso de diferentes planos cinematográficos. Pero lo que me interesa señalar con este ejemplo es la técnica de la narración paralela. Noten que el primer párrafo abre dos líneas narrativas con la oración que empieza con «Al cerrar la puerta…». Una línea narrativa seguirá al visitante, la otra a la señora Hall. El párrafo 1 termina, en efecto, con la señora Hall en la cocina. Sin avisarle al lector, Wells lleva la cámara, por decirlo así, al salón donde está el visitante. Es una narración limitada de tercera persona que imprime el efecto de misterio tan importante en la novela. En el párrafo 3, Wells lleva la cámara a la cocina sin decirnos que hemos cambiado de espacio. Pero debido a que dejamos a la señora Hall en la cocina, entendemos rápidamente que ya no estamos en el salón. Esta es una técnica narrativa de extraordinaria efectividad y economía.
Como es el caso de los planos cinematográficos, éste no es un ejemplo aislado, sino más bien una técnica narrativa usual. Su antecedente literario más claro es, por supuesto, Madame Bovary, publicada en 1857. Recordarán que en el capítulo donde se narra la feria agrícola (Capítulo 8 de la Segunda Parte), Flaubert establece dos planos narrativos, el diálogo entre Rodolphe y Emma por un lado, y por otro la voz del presidente municipal, que va entregando premios (Vargas Llosa discute en detalle esta técnica en La orgía perpetua). En los cuarenta años desde la publicación de Madame Bovary hasta la publicación de El hombre invisible la técnica de la narración paralela se había refinado, preparándola ya para el cine.
¿Por qué preocuparse de cómo narraban sus historias los novelistas del siglo diecinueve? Porque algunas de estas estructuras narrativas todavía forman parte del lenguaje del cine. Pero también, porque la mayoría de ellas siguen siendo parte fundamental del bagaje narrativo de la novela. Hay novelistas que han podido llevar estas técnicas narrativas al extremo —digamos Faulkner y Vargas Llosa— debido a que los lectores habían aprendido —en el cine o la novela decimonónica— la técnica de la narración paralela.
Es cierto que todavía tenemos la sombra de la «época del escepticismo» planteado por algunos filósofos posmodernos, pero si aquella expandió los dominios de lo que es posible en la novela, también es cierto que gran parte del territorio de la novela sigue siendo aquel que se preocupa por la narración. Para quienes practican esa forma de novelar, estas herramientas, junto con otras creadas por el cine, siguen siendo fundamentales.
Espero que estos comentarios al vuelo los hayan animado a volver a leer Madame Bovary o El hombre invisible, dos hermosos clásicos del siglo diecinueve.