Esta pared no existe
Cuando leí por primera vez Don Quijote, una de las imágenes que me quedó mejor grabada en la memoria fue aquella de los molinos de viento, que imaginé entonces como gigantescas construcciones blancas, recortadas contra un cielo manchego lleno de nubes grises. Cuando tuve la oportunidad, no dudé ni un instante en viajar hasta La Mancha, para ver en persona los legendarios molinos de viento. Los del Quijote no existían, por supuesto, pero la administración regional, previendo visitantes como yo, había restaurado algunos molinos tradicionales. En persona, no resultaron ni tan grandes, ni tenían el aura mítica que yo había imaginado. De esa experiencia —que debe ser muy común— se desprende la pregunta: ¿De qué depende que una obra literaria deje una impresión tan profunda que es capaz de competir con la realidad?
Me atrevo a sugerir que depende en gran medida de la precisión con la que un autor crea el mundo ficcional en la imaginación del lector. En el cine, es el director de locaciones y el director artístico quienes encuentran o crean los espacios que resuelven para nosotros el mundo narrativo de la película. Desde el departamento neoyorquino donde vive Holly Golightly, según la película Desayuno en Tiffany’s, hasta aquel Los Ángeles distópico que sirve de fondo en la película Blade Runner. En la ficción escrita la escenografía depende de un doble trabajo creativo: el autor imagina un espacio que sugiere por medio de palabras a un lector que tendrá que reimaginarlo en un acto paralelo de creación. El problema ocurre, por supuesto, si el autor no ha imaginado el mundo ficticio con suficiente precisión o si no tiene la destreza verbal necesaria para sugerirlo.
Esta ambición de crear un mundo imaginario no es privativa de la ficción. Pongamos como ejemplos, la Ciudad de Dios de Agustín de Hipona, la famosa isla Utopía de Tomás Moro, o la Nueva Atlántida de Francis Bacon, sólo para nombrar algunos. Sin embargo, el mundo imaginario —o más bien ficcional— de una narración cumple un propósito diferente: desarrollar ciertos elementos temáticos, pero, al mismo tiempo, ser el espacio en el cual se desarrolla la historia. ¿Cómo han creado estos mundos ficcionales los narradores del siglo veinte?
No todos han exigido demasiado a su imaginación. Tomemos, por ejemplo, el Ulises de Joyce. El mundo por donde camina durante un día entero el señor Leopold Bloom es, según Joyce mismo, el Dublín del 16 de junio de 1904. De modo que Joyce, a quien no le faltaba destreza verbal, no tenía más que recorrer la ciudad antes de cada sesión de escritura para tener bien claro el mundo de su novela. De hecho, sus descripciones son tan precisas, que en el famoso «Bloomsday» (el 16 de junio de cada año) se organizan romerías y representaciones en los puntos clave de la novela. En América Latina quizá el ejemplo más famoso sea el París que conocemos a través de Rayuela de Julio Cortázar. Se pueden identificar lugares como el Pont des Arts, que Horacio Oliveira identifica con La Maga, pero en general, el París de Cortázar no resulta tan preciso como el Dublin de Joyce.
Hay otros autores que se plantean el enorme reto de crear un mundo que no tiene correlato con la realidad, por lo menos, la que podemos acordar como tal. El ejemplo más conspicuo quizá sea la Tierra Media de J.R.R. Tolkien, el escenario donde transcurre la trilogía de El señor de los anillos, así como el El hobbit, que narra el inicio, y El Silmarillion, que reúne otros escritos sobre dicho mundo ficcional. Como filólogo que era, Tolkien también inventó un idioma para los habitantes de Tierra Media. También Salman Rushdie se vio obligado a inventar el mundo ficcional donde ocurre gran parte de Harum y el Mar de Historias. Pero mientras que la Tierra Media, a pesar de su complejidad, parece concreta, tangible, el entorno donde Harum vive su aventura es más difuso, y, a veces, francamente confuso.
Pero no todos los autores tienen que optar por un espacio real, o por una creación totalmente imaginaria. La gran mayoría adopta una solución híbrida. Empezar en un lugar real que después se amoldará, aunque sea de manera sutil, para que sirva como marco para la historia que se va a contar. Este es el caso, por ejemplo, de la famoso Condado Yoknapatawpha (tierra dividida) de William Faulkner, que éste basó en el Condado Lafayette de Mississippi. En Latinoamérica tenemos el caso de Macondo, el famoso pueblo que Gabriel García Márquez define en Cien años de soledad, y que tiene muchos paralelos con Aracataca, el pequeño pueblo colombiano donde éste creció. En ambos casos, la sensación de realidad del espacio ficcional es tan poderosa que queda en la mente del lector por mucho tiempo.
¿De qué estrategias se valen los escritores para crear los mundos ficcionales? Quizá la más usual sea la experiencia propia. Es el caso de Joyce y Cortázar, por ejemplo. Esto no significa, por supuesto, que este tipo de obras tenga que recrear sus espacios con exactitud topográfica. Para optar por esta solución hay que vivir, o por lo menos visitar, los espacios de la narración. Así Umberto Eco, que ya había estado en París muchas veces, consideró necesario visitarla otra vez para recorrer las calles por donde transitaban los personajes de su novela El péndulo de Foucault. Cuenta que, grabadora en mano, iba describiendo todo lo que veía.
Los autores que inventan el mundo ficcional deben valerse de otros medios. Tomemos el caso de Faulkner, por ejemplo, que a pesar de sus innovaciones narrativas, consideró necesario dibujar un mapa bastante detallado del Condado Yoknapatawpha (publicado en Abasalom, Abaslom! en 1936). También Umberto Eco dibujó un mapa detallado del monasterio donde transcurre El nombre de la rosa. Dice también que cuando escribía La isla del día antes dedicó semanas enteras a dibujar planos detallados de la nave, ya que quería conocer hasta el último detalle, aunque no tuviera que nombrarlo en su novela.
Supongo que dados los avances tecnológicos, la facilidad para intercambiar información y para recurrir a bibliotecas remotas, los autores de hoy usan, además de los medios de los que se valían Faulkner y Eco, de otras herramientas. Las cámaras digitales, para empezar. Pero también servicios como Google Maps, que ahora incluye fotografías de las calles de las ciudades más importantes del mundo. También Google produce una aplicación llamada SketchUp que permite la creación de estructuras tridimensionales, desde una mesa, hasta una ciudad completa (si hay paciencia), pasando por una casa con todos sus detalles.
Pero la construcción del mundo ficcional no termina con el espacio de larga escala, como las ciudades o los edificios. También incluye objetos más pequeños, que pueden resultar significativos para la trama o los personajes de una narración. El caso más conspicuo más reciente es el de Orhan Pamuk, coleccionista de curiosidades de anticuario que incorpora en sus novelas. El caso más extremo es El museo de la inocencia donde los objetos reales de su colección se convierten en otro personaje de la novela.
Sea que el escritor pueda mantener el mundo ficcional en su imaginación, y referirse a éste de manera consistente (lo cual dudo), o sea que construya un modelo tridimensional usando la tecnología moderna, lo que resulta imprescindible es que el mundo ficcional sea tangible para el lector. Paul Auster tiene razón cuando dice que «los libros nos obligan a ejercitar la inteligencia y la imaginación». A diferencia del cine, la ficción escrita comparte la responsabilidad creativa, de modo que cuando un autor ha logrado crear un mundo ficcional convincente, es como si hubiera creado una pared que aunque no exista nos permitirá apoyarnos en ella sin perder el equilibrio.
La construcción de una casa en SketchUp
Un comentario en “Esta pared no existe”
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¿Existirá algún autor famoso por ser un desubicado (en sus obras, quiero decir)?